viernes, 20 de noviembre de 2009

FIN ¿?

Terminamos con las funciones, y como alguna vez lo dijo un amigo...

...si Dios quiere el año que viene volvemos, si Dios no quiere, no.

Gracias a todos los que nos acompañaron

domingo, 30 de agosto de 2009

jueves, 20 de agosto de 2009

Crítica de Gabriel Peralta

.
Aquí les dejamos la crítica de Gabriel Peralta, de Crítica Teatral.

Para verla... http://www.criticateatral.com.ar/index.php?ver=ver_critica.php&ids=1&idn=1937

Saludos!

viernes, 14 de agosto de 2009

Y llegó el estreno

.
El sábado 8 de Agosto de 2009 a las 19 horas se estrenó en el teatro Payró: "Lida y Misius".

Este es un espacio de silencio para los ensayos que se acabaron...

Ahora serán las funciones... quizás se meta algún ensayito más para que el corte no sea tan brusco.

Gracias a todos los que de alguna manera colaboraron en el proceso de trabajo que nos trajo hasta aquí.

Abrazos!!!

martes, 21 de julio de 2009

viernes, 3 de julio de 2009

Lida y Misius - Estreno 8 de Agosto - 19hs

.

Lida y Misius

Lucía, Elisa y N., son protagonistas de un reencuentro y sus vínculos parecieran encontrar precedentes en un cuento de Antón Chéjov, de nombre “Casa con desván”.
Aquí, o mas bien mucho antes, el cuento irrumpe en la progresión del relato teatral.
Lucía, Elisa y N. actúan, versionan o directamente son, Misius, Lida y N. En esta dualidad, intentan encontrarse, y como acertar qué es lo que siente cada uno entre sí resulta complejo: ¿Amor, celos, odio? ¿Todo esto? Es preferible sí afirmar que se contienen en el deseo de ser personajes chejovianos.

Casa con desván (Relato de un pintor.)

N. (pintor reconocido) vive en la propiedad de un hacendado de nombre Belokúrov. Por intermedio de este, conoce y comienza a frecuentar la casa de la familia Volchanínov. Esta misma, integrada por la madre (Yekaterina) y las dos hijas (Lida y Misius.)
En estos encuentros, se harán frecuentes los paseos en el parque, conversaciones en la pequeña sala de la casa, tardes de té, noches de largas cenas. A lo largo del relato se irá tejiendo una compleja red de sentimientos, entre el pintor y las dos hermanas, las dos hermanas entre sí.
Según palabras del propio N. - “me asaltó el triste convencimiento de que todo en esta vida, por muy largo que sea, tiene su fin” - así, estos encuentros se verán interrumpidos hacia el final por variantes que hacen a la trama, y Chéjov, en una pregunta, pondrá un final magnífico a su relato.

Versión libre

Casa con desván, de Antón Chéjov, es abordado en Lida y Misius, casi como una doble construcción. Es decir, la de los personajes de la obra y la de los personajes del cuento.
Lucía, Elisa y N., leen y versionan, actúan o son, Misius, Lida y N. El límite entre ambos se plantea algo difuso, y en este acercamiento, se manifiesta el deseo de extraer ciertas texturas, sensaciones, que el cuento nos fue acercando en el proceso de ensayos. A partir de aquí, lo generado en cuanto al espacio donde sucede la acción, escenas, actuaciones, que a entender de todo el elenco y de los mismos personajes de la obra, parecen e intentan acompañar a Chéjov.

martes, 30 de junio de 2009

miércoles, 24 de junio de 2009

Manuel Ochoa - Músico

.
Manuel Ochoa nació en La Plata, provincia de Buenos Aires en el año 1979.
Ha realizado sus estudios en la Escuela de Música Contemporánea y fue becado por la Universidad de Berklee Collage of Music (Boston)
Estudió en New York con los pianistas Fred Hersch, Bruce Barth y la profesora Sophia Rosoff y master classes de improvisación con Barry Harris y en Buenos Aires con los pianistas, Emma Botas, Ernesto Jodos y Guillermo Romero.
En el año 2005 apuesta a su carrera como Solista y en el año 2006 presenta su primer disco llamado “Rudias”; en el año 2007 realiza el Lanzamiento de “MANARE” disco Solista en formato de Trio, realizado con el apoyo del Fondo de Cultura de Bs.As.
En el año 2007 fue ternado en los Premios Clarín en el rubro Revelación de Jazz.
Desde el año 2002 a la fecha ha realizado actuaciones en diversos lugares de la Ciudad de Buenos Aires como Notorious bar, Thelonious, La Trastienda club, Clásica y Moderna, Teatro Alvear, Teatro N/D Ateneo, Teatro Maipo, Teatro Municipal General San Martín, Biblioteca Nacional, entre otros; con artistas como: Fats Fernandez, Susana Rinaldi, Walter Malosseti, Javier Malosetti, Hernán Merlo, Marcelo Torres, Ligia Piro, Jerónimo Carmona, Oscar Giunta, Luis Ceravolo.
Asimismo ha participado en las grabaciones de los discos de Susana Rinaldi “ HOY COMO AYER” (año 2006); Fats Fernandez “BALADAS” (año 2006); Ligia Piro “BABY!” (año 2006) ; Guadalupe Raventos “MALA PERRA” (año 2005).

P. I. Tchaikovsky

.
.
None but the lonely heart

jueves, 11 de junio de 2009

Miguel Nigro - Escenógrafo

.
Realiza trabajos de escenografía y puesta en escena para ópera y teatro musical entre las que se destacan: "Mefistófeles", "Francesca de Rímini", "Il Campanello", "La Medium", "La Voz Humana". Diseña escenografías y figurines para teatro de prosa, teatro infantil, teatro de animación de objetos, ballet y TV. Para teatro de prosa: “El Casorio”, “Piel de Pollo”, “Ubu Rey, de la Matazanja” (con el grupo Contenido Neto). “El King”, “El martillo sin amo”, “La puerta la vieja la ciega la muerta” (con el grupo TIT). “El viejo criado”, “La cantante calva” "Réquiem para un viernes a la noche”, "Los hermanos queridos", “El corazón en una jaula”, "Vendedor de enciclopedias", "País de ciegos", “Mal amor”; “Las chicas de Flores” (con el grupo Boquitas Pintadas). “Siesta” (con el grupo Tatami). “Dolor ajeno”, “Abanico de soltera”, “Las esposas”, “El país de las Brujas” (premio ACE al mejor espectáculo infantil de la temporada 2005), "Un redondo muy cuadrado", “Verdurita, una historia vegetal”, “Antoine, el aviador”, “La zapatera prodigiosa” (nominada a los premios ACE y a los premios Clarín como mejor espectáculo infantil de la temporada 2006). Para el Museo Viajero realiza: "La pequeña aldea", "La tragicomedia del traje", "Cristóbal Colón, un viaje redondo", “Un siglo en un ratito”, “Manuel Belgrano, ensayo ¡General!”, “San Martín, un General sin remedios”, “De la fonola al wincofón” , “Sarmiento, un Domingo en la escuela”, “El cabildo abierto, la película”
Participa en diversos festivales nacionales e internacionales tales como: “Festival Mundial de Teatro de Marionetas”, Charleville, Francia, “X Festival Iberoamericano de Teatro de Bogotá” “Festival Internacional de Teatro de Bonecos de Belo Horizonte”, “Festival Internacional de Teatro de Animación de San Pablo”, “Festival Internacional La Fanfarria de Colombia”, “BienArte de Córdoba”, “La Otra Vereda” (encuentro de nuevas tendencias teatrales), “Festival Internacional de Arte Digital”, “XII Jornadas de la Crítica”.
Integra el grupo de performance Almarmada presentándose en Cemento, S/T I y II, Galería Tema, Casa de la Juventud, Els Quatre Gats y Casal de Catalunya.
Expone individualmente en la Galería Arte X Arte, en la Fundación Banco Patricios, en el Centro Cultural Recoleta y en la Galería Tema. Realiza exposiciones colectivas en Argentina y en el exterior, destacándose : Embajada Argentina en Francia; CELARG, Venezuela; Galería Sol del Río, Guatemala; Galería Plástica Nueva, Chile; Museo Nacional de Bellas Artes, Buenos Aires; Galería Praxis; Buenos Aires, "Las Voces Emergentes", FABA; Buenos Aires.
Desde 1987 participa en premios y salones: Salón A. L. de Fortabat, Salón Municipal, Salón Nacional, Premio Nuevo Mundo, Premio SHA, Salón Federico Klemm, Universidad de Palermo, entre otros.
Obtiene la Mención de Honor del Concurso para Escenógrafos “Lorca en Buenos Aires”, el primer Premio Estímulo del Banco Provincia, el segundo Premio en el Salón de Arte Sacro de Tandil, el Segundo Premio de la Fundación del Sur, artista seleccionado para el Fondo Telefónica Argentina de Promoción a la Pintura Joven, el Premio Raúl Alonso en el 72do. Salón de Santa Fe y la Primera Mención del Premio Braque.

¡Bocetando!





Fragmentos de La estepa, de Antón Chéjov

.
A través de las tinieblas se ve todo, pero cuesta distinguir el color y los contornos de los objetos. Las cosas aparecen distintas a como son realmente. Prosiguen el viaje y de pronto se ve adelante, a la vera del camino, una silueta parecida a la de un monje. No se mueve, parece esperar a alguien y tiene algo en las manos. ¿Será un bandido? La figura se acerca, crece, pasa junto al carromato y entonces se descubre que no es un hombre, sino un solitario arbusto o una piedra grande. Similares figuras inmóviles, expectantes, se yerguen en las colinas, se esconden detrás de los túmulos, se asoman desde los herbazales y todas se parecen a hombres y despiertan sospechas.

Viajas una, dos horas... Encuentras por el camino un túmulo, un anciano callado o un ídolo de piedra puesto allí quién sabe por quién, ni cuándo. Un pájaro nocturno vuela en silencio, a ras del suelo y poco a poco vienen a la mente las leyendas esteparias, los relatos de quienes encontramos por el camino, los cuentos de la nodriza oriunda de la estepa, y todo aquello que sólo tú supiste ver y lo que pudo captar tu alma. Y entonces, en el alboroto de los insectos, en las figuras sospechosas y en los túmulos, en el cielo celeste y en la luz de la luna, en el vuelo del pájaro nocturno, en todo lo que ves y escuchas, comienzas a percibir el triunfo de la belleza, la juventud, el florecimiento de las fuerzas vitales y la apasionada sed de la vida; el alma contesta al llamado de la severa y hermosa patria, y uno quiere volar sobre la estepa junto con el pájaro nocturno. Y en ese triunfo de la belleza, en el exceso de la felicidad, sientes la tensión y la angustia, como si la estepa supiera que está sola, que su riqueza y su inspiración se pierden inútilmente para el mundo, sin que nadie la celebre, sin importar a nadie, y así escuchas entre sus rumores jubilosos el llamado angustioso, desesperado: ¡el poeta!, ¡que llegue el poeta!

Cuando, durante mucho tiempo, sin apartar la vista, te quedas mirando el cielo profundo, no se sabe porqué los pensamientos y el alma confluyen en una sola percepción de la soledad. Comienzas a sentirte irremediablemente solo y todo lo que antes considerabas cercano y entrañable, se transforma en algo lejano e inestimable. Cuando te quedas a solas, observas las estrellas que nos miran desde el cielo hace miles de años, indiferentes a la breve vida del hombre, y tratas de descifrar su sentido, entonces sientes que agobian tu alma con su silencio. En ese momento sobreviene a la mente la idea de aquella soledad que nos espera a cada uno de nosotros en la tumba, y el sentido de la vida se nos presenta como algo desesperado, horrible...
Egorúshka pensó en la abuela que ahora dormía en el cementerio, debajo de los cerezos; la recordó en el ataúd, con las monedas de cobre sobre los ojos, cómo la cubrieron con la tapa y la bajaron a la tumba; recordó también el ruido sordo de los terrones que caían sobre la tapa... imaginó a la abuela en el angosto y oscuro ataúd, abandonada por todos y desamparada. Creía entrever que la abuela se despertaba de pronto y, sin entender dónde estaba, empezaba a dar golpes en la tapa, a pedir auxilio hasta que, finalmente, agotada de horror, se moría otra vez. Imaginó ver muertos a su mamá, al padre Cristóforo, a la condesa Dranitskaia, a Salomón. Pero lo que no podía lograr, aunque quisiera, era imaginarse a sí mismo en la tumba oscura, lejos de casa, abandonado, impotente y muerto. No podía concebir la posibilidad personal de morir y sentía que jamás moriría...

sábado, 6 de junio de 2009

Y llega el vestuario de la mano de Cecilia Zuvialde

--
Cecilia Zuvialde se formó en el Instituto de Diseño escénico Saulo Benavente. Entre sus recientes trabajos se encuentran: “Apenas el fin del mundo” (diseño de escenografía y vestuario) estrenada en el Espacio Callejón, bajo la dirección de Cristian Drut, en el marco de la semana Lagarce en Buenos Aires.2007/2008,“Clone” (diseño de escenografía y vestuario) ópera contemporánea de Antonio Zimmerman y libreto de A. Tantanian sobre el cuento homónimo de Julio Cortazar en el Centro de Experimentación del Teatro Colon.2007, “Body Art” (diseño de escenografía y vestuario) El Kafka, 2008 “Luisa se estrella contra su casa”(diseño de escenografía) dirección de Ariel Farace, Casa de la Cultura de La ciudad de Buenos Aires, 2008“Tumba del niño moral” (diseño de escenografía y vestuario) estrenada en El excéntrico de la 18 bajo la dirección de Lautaro Vilo en 2007.“Alguien de algún modo” (diseño de vestuario)estrenada en El portón de Sánchez en 2007 bajo la dirección de Ciro Zorzoli.“Parto” (diseño de vestuario) estrenada en el Teatro Presidente Alvear en 2007, bajo la dirección de Luís Garay. Obra participante del Festival Internacional de Bs. As 2007. “Los Demonios” (diseño de vestuario) estrenada en el Espacio Callejón en 2006, bajo la dirección de Gonzalo Martínez. “Comunidad” (diseño de vestuario) estrenada en el Espacio Callejón en 2006, bajo la dirección de Carolina Adamovsky. Obra participante en el Festival Internacional de Porto Alegre 2007.“Mein Liebster” (diseño de vestuario) dirigida por el coreógrafo Luís Garay, estrenada en el Centro Cultural Ricardo Rojas en el marco del ciclo Mozart x2. 2005.“El montañés”, (diseño de vestuario) dirigida por Guillermo Arengo en el Centro Cultural Ricardo Rojas, en el marco del proyecto Inversión de la carga de la prueba. Participante del V Festival internacionalde Teatro de Buenos Aires, “Cenizas en las manos” (Diseño de vestuario) estrenada en El Portón de Sánchez con dirección de Cristian Drut; en el marco del evento Tintas Frescas, organizado por la Embajada de Francia. 2004.“Un acto de comunión” (diseño de escenografia y vestuario) dirigida por Lautaro Vilo, estrenada en 2004 en el Festival Verano Porteño en la Ciudad Cultural Konex. En 2005 se repuso en el Espacio Callejón participando del V Festival internacional de Teatro y fue invitado a presentarse en el Teatro Comedia (Córdoba), el Foro la gruta (DF, México) y Auditorio (Xalapa, México)

Las fotos, por Santiago Young, que además de ser actor y uno de los protagonistas de la obra, es fotógrafo.







miércoles, 3 de junio de 2009

Una historia tediosa (Apuntes de un hombre viejo.)

Chéjov envió a la revista “Mensajero del Norte” una novela corta titulada “Una historia tediosa”, con el subtítulo de “Apuntes de un hombre viejo”.
El anciano y prestigioso profesor universitario, afectado por una enfermedad y frente a una posible muerte, recapitula su vida y analiza sus ideas y puntos de vista sobre los distintos aspectos de la realidad, descubriendo nuevas facetas de la misma y reconsiderando algunas viejas convicciones propias.
El tema, de este modo, se asemeja a la situación expuesta en el conocido relato de León Tolstoi “La muerte de Iván Illich”, pero Chéjov resuelve el conflicto espiritual de su profesor en forma muy distinta, aunque en general se sentía influído, en aquellos años, por las ideas de Tolstoi sobre la moral y el arte.
“Por desgracia, no soy filósofo ni teólogo. Sé muy bien que no viviré más de medio año y parecería que ahora me debieran preocupar más que nada las cuestiones sobre las tinieblas de ultratumba y sobre las imágenes que visitarán mi último sueño. Pero por alguna razón mi alma no quiere conocer estas cuestiones, aunque mi inteligencia conoce toda su importancia. Igual que hace 20-30 años, ahora, frente a la muerte no me interesa más que la ciencia. Al exhalar mi último suspiro, siempre creeré que la ciencia es lo más importante, lo más bello y lo más necesario en la vida del hombre, que ella siempre fue y será la suprema manifestación del amor y que sólo con su ayuda el hombre vencerá a la naturaleza y a sí mismo. Esta fe puede ser ingenua e injusta en su fundamento, pero no soy culpable de que yo crea así y no de otra manera.”
“El mejor y el mas sagrado derecho de los reyes es el derecho de perdonar. Y yo siempre me sentía como rey, pues hice uso sin límites de este derecho. Nunca condené, fui condescendiente, perdoné gustoso a todo el mundo. Allí donde los otros protestaban y se indignaban, yo sólo aconsejaba y trataba de convencer. Durante toda mi vida traté de que mi presencia fuera tolerable para mi familia, para mis estudiantes, para mis colegas, para la servidumbre. Y ésta mi manera de tratar a la gente educaba -lo sé- a todos los que me rodeaban. Pero ahora ya no soy más un rey. Ocurre en mí algo que sólo es propio de los esclavos: en mi cabeza día y noche deambulan malos pensamientos, mientras en mi alma se anidaron sentimientos que antes yo desconocía. Yo odio, desprecio, me enojo, me indigno, temo. En forma desmedida me hice severo, exigente, irritable, descortés, desconfiado.”

Chéjov - Levitán

Los veranos en Bábkino resultaban para los Chéjov tanto más agradables y alegres como que tenían como vecino a su antiguo amigo, Isaak Levitán, pintor de origen judío, quien años atrás fue condiscípulo de Nicolás Chéjov en la Escuela de Bellas Artes, de Moscú.

Tanto Chéjov como Levitán aprovechaban al máximo la espléndida naturaleza de Bábkino. Antón escribía, Isaak pintaba. A Chéjov le gustaban los cuadros de su amigo; Levitán no se cansaba de admirar las poéticas descripciones de la naturaleza que a menudo aparecían en los cuentos de Antón Pávlovich.

La admiración de Levitán se extendió a la hermana de Antón, Masha. Un día, al encontrarla sola en el bosque cercano, se cayó de rodillas delante de ella y le declaró su amor. María corrió a su casa, se refugió en su habitación y no apareció para el almuerzo. Antón fue a verla y al enterarse de lo sucedido le dijo: “Si tú quieres casarte con él, cásate. Pero sabe que él necesita una mujer balzaciana y no una mujer como tú.” Durante una semana María trató de eludir a Levitán y éste, comprendiendo su respuesta negativa, deambuló por los alrededores, taciturno y melancólico. Poco a poco se reanudaron entre ellos sus relaciones amigables de siempre y él volvió a corregirle los bocetos.

La amistad entre el pintor y la familia Chéjov se interrumpió bruscamente a causa de una novela corta de Antón que la revista literaria “Norte” publicó en 1892.
La novela se llama “La cigarra” y sus protagonistas son el médico Dímov, su esposa Olga y el pintor Riabovsky. A Olga le gustan los hombres destacados, talentosos, que ya tienen cierto nombre. Estos se reúnen una vez por semana en la casa del matrimonio Dímov, tocan el piano, recitan versos, hablan y discuten sobre el arte. El dueño de casa rara vez toma parte en estas pláticas. Generalmente prepara la mesa y a las once y media de la noche abre la puerta del comedor y con su bondadosa y mansa sonrisa dice, frotándose las manos: -Por favor, señores, pasen a tomar bocado-
En verano Olga parte con un grupo de pintores a la región del Volga, donde vive un romance con Riabovsky. De regreso a la ciudad, su relación con el pintor continúa todavía durante un tiempo, mientras su marido, dándose cuenta de la situación, la trata con una magnánima pero callada piedad. Riabovsky a su vez la engaña con otra mujer y Olga, amargada y desilusionada, decide volver a la feliz y natural vida de antes. Pero es tarde: Dímov contrajo en el hospital una grave enfermedad y muere, a pesar de los cuidados de sus colegas. Estos le revelan a Olga que su marido era un gran médico y que la medicina perdía con él una futura celebridad.

Es que en la vida real sucedió algo muy parecido. Sofía Petrovna, esposa del médico de policía Dimitry Kuvshínnikov, recibía en su casa moscovita a músicos, pintores, actores y escritores. Los hermanos Chéjov eran sus frecuentes huéspedes. Levitán le daba a la dueña de casa clases de pintura. En verano un grupo de pintores partió hacia las orillas del Volga. Con ellos fueron Levitán y su alumna, Sofía Petrovna. Al año siguiente se repitió la prolongada excursión y las relaciones entre Levitán y su discípula se tornaron transparentes.

Cuando “La Cigarra” de Chéjov fue publicada, Levitán se reconoció en el personaje de Riabovsky y su enojo fue tan grande que tenía el propósito de desafiar a Antón Pávlovich a duelo. No lo hizo, pero las relaciones entre los dos íntimos amigos quedaron rotas y esta ruptura duró más de dos años.

sábado, 30 de mayo de 2009

Cuentos

(Aquí el libro.)

jueves, 28 de mayo de 2009

miércoles, 27 de mayo de 2009

Chéjov por Carver

Relato de Raymond Carver sobre los últimos días de Antón Chéjov.

Tres rosas amarillas
“Errand”
Chejov. La noche del 22 de marzo de 1897, en Moscú, salió a cenar con su amigo y confidente Alexei Suvorin. Suvorin, editor y magnate de la prensa, era un reaccionario, un self-made man cuyo padre había sido soldado raso en Borodino. Al igual que Chejov, era nieto de un siervo. Tenían eso en común: sangre campesina en las venas. Pero tanto política como temperalmente se hallaban en las antípodas. Suvorin, sin embargo, era uno de los escasos íntimos de Chejov, y Chejov gustaba de su compañía.
Naturalmente, fueron al mejor restaurante de la ciudad, un antiguo palacete llamado L´Ermitage (establecimiento en el que los comensales podían tardar horas —la mitad de la noche incluso— en dar cuenta de una cena de diez platos en la que, como es de rigor, no faltaban los vinos, los licores y el café). Chejov iba, como de costumbre, impecablemente vestido: traje oscuro con chaleco. Llevaba, como no, sus eternos quevedos. Aquella noche tenía un aspecto muy similar al de sus fotografías de ese tiempo. Estaba relajado, jovial. Estrechó la mano del maître, y echó una ojeada al vasto comedor. Las recargadas arañas anegaban la sala de un vivo fulgor. Elegantes hombres y mujeres ocupaban las mesas. Los camareros iban y venían sin cesar. Acababa de sentarse a la mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo, empezó a brotarle sangre de la boca. Suvorin y dos camareros lo acompañaron al cuarto de baño y trataron de detener la hemorragia con bolsas de hielo. Suvorin lo llevó luego a su hotel, e hizo que le prepararan una cama en uno de los cuartos de su suite. Más tarde, después de una segunda hemorragia, Chejov se avino a ser trasladado a una clínica especializada en el tratamiento de la tuberculosis y afecciones respiratorias afines. Cuando Suvorin fue a visitarlo días después, Chejov se disculpó por el “escándalo” del restaurante tres noches atrás, pero siguió insistiendo en que su estado no era grave. «Reía y bromeaba como de costumbre —escribe Suvorin en su diario—, mientras escupía sangre en un aguamanil.»
Maria Chejov, su hermana menor, fue a visitarlo a la clínica los últimos días de marzo. Hacía un tiempo de perros; una tormenta de aguanieve se abatía sobre Moscú, y las calles estaban llenas de montículos de nieve apelmazada. Maria consiguió a duras penas parar un coche de punto que la llevase al hospital. Y llegó llena de temor y de inquietud.
«Antón Pavlovich yacía boca arriba —escribe Maria en sus memorias—. No le permitían hablar. Después de saludarle, fui hasta la mesa a fin de ocultar mis emociones.» Sobre ella, entre botellas de champaña, tarros de caviar y ramos de flores enviados por amigos deseosos de su restablecimiento, Maria vio algo que la aterrorizó: un dibujo hecho a mano —obra de un especialista, era evidente— de los pulmones de Chejov. (Era de este tipo de bosquejos que los médicos suelen trazar para que los pacientes puedan ver en qué consiste su dolencia.) El contorno de los pulmones era azul, pero sus mitades superiores estaban coloreadas de rojo. «Me di cuenta de que eran ésas las zonas enfermas», escribe Maria.
También Leon Tolstoi fue una vez a visitarlo. El personal del hospital mostró un temor reverente al verse en presencia del más eximio escritor del país. (¿El hombre más famoso de Rusia?) Pese a estar prohibidas las visitas de toda persona ajena el «núcleo de los allegados», ¿cómo no permitir que viera a Chejov? Las enfermeras y médicos internos, en extremo obsequiosos, hicieron pasar al barbudo anciano de aire fiero al cuarto de Chejov. Tolstoi, pese al bajo concepto que tenía del Chejov autor de teatro («¿Adónde le llevan sus personajes? —le preguntó a Chejov en cierta ocasión—. Del diván al trastero, y del trastero al diván»), apreciaba sus narraciones cortas. Además —y tan sencillo como eso—, lo amaba como persona. Había dicho a Gorki: «Qué bello, qué espléndido ser humano. Humilde y apacible como una jovencita. Incluso anda como una jovencita. Es sencillamente maravilloso.» Y escribió en su diario (todo el mundo llevaba un diario o dietario en aquel tiempo): «Estoy contento de amar... a Chejov.»
Tolstoi se quitó la bufanda de lana y el abrigo de piel de oso y se dejó caer en una silla junto a la cama de Chejov. Poco importaba que el enfermo estuviera bajo medicación y tuviera prohibido hablar, y más aún mantener una conversación. Chejov hubo de escuchar, lleno de asombro, cómo el conde disertaba acerca de sus teorías sobre la inmortalidad del alma. Recordando aquella visita, Chejov escribiría más tarde: «Tolstoi piensa que todos los seres (tanto humanos como animales) seguiremos viviendo en un principio (razón, amor...) cuya esencia y fines son algo arcano para nosotros... De nada me sirve tal inmortalidad. No la entiendo, y Lev Nikolaievich se asombraba de que no pudiera entenderla.»
A Chejov, no obstante, le produjo una honda impresión el solícito gesto de aquella visita. Pero, a diferencia de Tolstoi, Chejov no creía, jamás había creído, en una vida futura. No creía en nada que no pudiera percibirse a través de cuando menos uno de los cinco sentidos. En consonancia con su concepción de la vida y la escritura, carecía —según confesó en cierta ocasión— de «una visión del mundo filosófica, religiosa o política. Cambia todos los meses, así que tendré que conformarme con describir la forma en que mis personajes aman, se desposan, procrean y mueren. Y cómo hablan».
Unos años atrás, antes de que le diagnosticaran la tuberculosis, Chejov había observado: «Cuando un campesino es víctima de la consunción, se dice a sí mismo: “No puedo hacer nada, Me iré en la primavera, con el deshielo.”» (El propio Chejov moriría en verano, durante una ola de calor.) Pero, una vez diagnosticada su afección, Chejov trató siempre de minimizar la gravedad de su estado. Al parecer estuvo persuadido hasta el final de que lograría superar su enfermedad del mismo modo que se supera un catarro persistente. Incluso en sus últimos días parecía poseer la firme convicción de que seguía existiendo una posibilidad de mejoría. De hecho, en una carta escrita poco antes de su muerte, llegó a decirle a su hermana que estaba «engordando», y que se sentía mucho mejor desde que estaba en Badenweiler.
Badenweiler era un pequeño balneario y centro de recreo situado en la zona occidental de la Selva Negra, no lejos de Basilea. Se divisaban los Vosgos casi desde cualquier punto de la ciudad, y en aquellos días el aire era puro y tonificador. Los rusos eran asiduos de sus baños termales y de sus apacibles bulevares. En el mes de junio de 1904 Chejov llegaría a Badenweiler para morir.
A principios de aquel mismo mes había soportado un penoso viaje en tren de Moscú a Berlín. Viajó con su mujer, la actriz Olga Knipper, a quien había conocido en 1898 durante los ensayos de La gaviota. Sus contemporáneos la describen como una excelente actriz. Era una mujer de talento, físicamente agraciada y casi diez años más joven que el dramaturgo. Chejov se había sentido atraído por ella de inmediato, pero era lento de acción en materia amorosa. Prefirió, como era habitual en él, el flirteo al matrimonio. Al cabo, sin embargo, de tres años de un idilio lleno de separaciones, cartas e inevitables malentendidos, contrajeron matrimonio en Moscú, el 25 de mayo de 1901, en la más estricta intimidad. Chejov se sentía enormemente feliz. La llamaba «mi poney», y a veces «mi perrito» o «mi cachorro». También le gustaba llamarla «mi pavita» o sencillamente «mi alegría».
En Berlín Chejov había consultado a un reputado especialista en afecciones pulmonares, el doctor Karl Ewald. Pero, según un testigo presente en la entrevista, el doctor Ewald, tras examinar a su paciente, alzó las manos al cielo y salió a la sala sin pronunciar una palabra. Chejov se hallaba más allá de toda posibilidad de tratamiento, y el doctor Ewald se sentía furioso consigo mismo por no poder obrar milagros y con Chejov por haber llegado a aquel estado.
Un periodista ruso, tras visitar a los Chejov en su hotel, envió a su redactor jefe el siguiente despacho: «Los días de Chejov están contados. Parece mortalmente enfermo, está terriblemente delgado, tose continuamente, le falta el resuello al más leve movimiento, su fiebre es alta.» El mismo periodista había visto al matrimonio Chejov en la estación de Potsdam, cuando se disponían a tomar el tren para Badenweiler. «Chejov —escribe— subía a duras penas la pequeña escalera de la estación. Hubo de sentarse durante varios minutos para recobrar el aliento.» De hecho, a Chejov le resultaba doloroso incluso moverse: le dolían constantemente las piernas, y tenía también dolores en el vientre. La enfermedad le había invadido los intestinos y la médula espinal. En aquel instante le quedaba menos de un mes de vida. Cuando hablaba de su estado, sin embargo —según Olga—, lo hacía con «una casi irreflexiva indiferencia».
El doctor Schwöhrer era uno de los muchos médicos de Badenweiler que se ganaba cómodamente la vida tratando a una clientela acaudalada que acudía al balneario en busca de alivio a sus dolencias. Algunos de sus pacientes eran enfermos y gente de salud precaria, otros simplemente viejos o hipocondríacos. Pero Chejov era un caso muy especial: un enfermo desahuciado en fase terminal. Y un personaje muy famoso. El doctor Schwöhrer conocía su nombre: había leído algunas de sus narraciones cortas en una revista alemana. Durante el primer examen médico, a primeros de junio, el doctor Schwöhrer le expresó la admiración que sentía por su obra, pero se reservó para sí mismo el juicio clínico. Se limitó a prescribirle una dieta de cacao, harina de avena con mantequilla fundida y té de fresa. El té de fresa ayudaría al paciente a conciliar el sueño.
El 13 de junio, menos de tres semanas antes de su muerte, Chejov escribió a su madre diciéndole que su salud mejoraba: «Es probable que esté completamente curado dentro de una semana» ¿Qué podía empujarle a decir eso? ¿Qué es lo que pensaba realmente en su fuero interno? También él era médico, y no podía ignorar la gravedad de su estado. Se estaba muriendo: algo tan simple e inevitable como eso. Sin embargo, se sentaba en el balcón de su habitación y leía guías de ferrocarril. Pedía información sobre las fechas de partida de barcos que zarpaban de Marsella rumbo a Odessa. Pero sabía. Era la fase terminal: no podía no saberlo. En una de las últimas cartas que habría de escribir, sin embargo, decía a su hermana que cada día se encontraba más fuerte.
Hacía mucho tiempo que había perdido todo afán de trabajo literario. De hecho, el año anterior había estado casi a punto de dejar inconclusa El jardín de los cerezos. Esa obra teatral le había supuesto el mayor esfuerzo de su vida. Cuando la estaba terminando apenas lograba escribir seis o siete líneas diarias. «Empiezo a desanimarme —escribió a Olga—. Siento que estoy acabado como escritor. Cada frase que escribo me parece carente de valor, inútil por completo.» Pero siguió escribiendo. Terminó la obra en octubre de 1903. Fue lo último que escribiría en su vida, si se exceptúan las cartas y unas cuantas anotaciones en su libreta.
El 2 de julio de 1904, poco después de medianoche, Olga mandó llamar al doctor Schwöhrer. Se trataba de una emergencia: Chejov deliraba. El azar quiso que en la habitación contigua se alojaran dos jóvenes rusos que estaban de vacaciones. Olga corrió hasta su puerta a explicar lo que pasaba. Uno de ellos dormía, pero el otro, que aún seguía despierto fumando y leyendo, salió precipitadamente del hotel en busca del doctor Schwöhrer. «Aún puedo oír el sonido de la grava bajo sus zapatos en el silencio de aquella sofocante noche de julio», escribiría Olga en sus memorias. Chejov tenía alucinaciones: hablaba de marinos, e intercalaba retazos inconexos de algo relacionado con los japoneses. «No debe ponerse hielo en un estómago vacío», dijo cuando su mujer trató de ponerle una bolsa de hielo sobre el pecho.
El doctor Schwöhrer llegó y abrió su maletín sin quitar la mirada de Chejov, que jadeaba en la cama. Las pupilas del enfermo estaban dilatadas, y le brillaban las sienes a causa del sudor. El semblante del doctor Schwöhrer se mantenía inexpresivo, pues no era un hombre emotivo, pero sabía que el fin del escritor estaba próximo. Sin embargo, era médico, debía hacer —lo obligaba a ello un juramento— todo lo humanamente posible, y Chejov, si bien muy débilmente, todavía se aferraba a la vida. El doctor Schwöhrer preparó una jeringuilla y una aguja y le puso una inyección de alcanfor destinada a estimular su corazón. Pero la inyección no surtió ningún efecto (nada, obviamente, habría surtido efecto alguno). El doctor Schwöhrer, sin embargo, hizo saber a Olga su intención de que trajeran oxígeno. Chejov, de pronto, pareció reanimarse. Recobró la lucidez y dijo quedamente: «¿Para qué? Antes de que llegue seré un cadáver.»
El doctor Schwöhrer se atusó el gran mostacho y se quedó mirando a Chejov, que tenía las mejillas hundidas y grisáceas, y la tez cérea. Su respiración era áspera y ronca. El doctor Schwöhrer supo que apenas le quedaban unos minutos de vida. Sin pronunciar una palabra, sin consultar siquiera con Olga, fue hasta el pequeño hueco donde estaba el teléfono mural. Leyó las instrucciones de uso. Si mantenía apretado un botón y daba vueltas a la manivela contigua el aparato, se pondría en comunicación con los bajos del hotel, donde se hallaban las cocinas. Cogió el auricular, se lo llevó al oído y siguió una a una las instrucciones. Cuando por fin le contestaron, pidió que subieran una botella del mejor champaña que hubiera en la casa. «¿Cuántas copas?», preguntó el empleado. «¡Tres copas!», gritó el médico en el micrófono. «Y dése prisa, ¿me oye?». Fue uno de esos excepcionales momentos de inspiración que luego tienden a olvidarse fácilmente, pues la acción es tan apropiada al instante que parece inevitable.
Trajo el champaña un joven rubio, con aspecto de cansado y el pelo desordenado y en punta. Llevaba el pantalón del uniforme lleno de arrugas, sin el menor asomo de raya, y en su precipitación se había atado un botón de la casaca en una presilla equivocada. Su apariencia era la de alguien que se estaba tomando un descanso (hundido en un sillón, pongamos, dormitando) cuando de pronto, a primeras horas de la madrugada, ha oído sonar al aire, a lo lejos —santo cielo—, el sonido estridente del teléfono, e instantes después se ha visto sacudido por un superior y enviado con una botella de Moët a la habitación 211. «¡Y date prisa, ¿me oyes?!»
El joven entró en la habitación con una bandeja de plata con el champaña dentro de un cubo de plata lleno de hielo y tres copas de cristal tallado. Habilitó un espacio en la mesa y dejó el cubo y las tres copas. Mientras lo hacía estiraba el cuello para tratar de atisbar la otra pieza, donde alguien jadeaba con violencia. Era un sonido desgarrador, pavoroso, y el joven se volvió y bajó la cabeza hasta hundir la barbilla en el cuello. Los jadeos se hicieron más desaforados y roncos. El joven, sin percatarse de que se estaba demorando, se quedó unos instantes mirando la ciudad anochecida a través de la ventana. Entonces advirtió que el imponente caballero del tupido mostacho le estaba metiendo unas monedas en la mano (una gran propina, a juzgar por el tacto), y al instante siguiente vio ante sí la puerta abierta del cuarto. Dio unos pasos hacia el exterior y se encontró con el descansillo, donde abrió la mano y miró las monedas con asombro.
De forma metódica, como solía hacerlo todo, el doctor Schwöhrer se aprestó a la tarea de descorchar la botella de champaña. Lo hizo cuidando de atenuar al máximo la explosión festiva. Sirvió luego las tres copas y, con gesto maquinal debido a la costumbre, metió el corcho a presión en el cuello de la botella. Luego llevó las tres copas hasta la cabecera del moribundo. Olga soltó momentáneamente la mano de Chejov (una mano, escribiría más tarde, que le quemaba los dedos). Colocó otra almohada bajo su nuca. Luego le puso la fría copa de champaña contra la palma, y se aseguró de que sus dedos se cerraran en torno al pie de la copa. Los tres intercambiaron miradas: Chejov, Olga, el doctor Schwöhrer. No hicieron chocar las copas. No hubo brindis. ¿En honor de qué diablos iban a brindar? ¿De la muerte? Chejov hizo acopio de las fuerzas que le quedaban y dijo: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña...» Se llevó la copa a los labios y bebió. Uno o dos minutos después Olga le retiró la copa vacía de la mano y la dejó encima de la mesilla de noche. Chejov se dio la vuelta en la cama y se quedó tendido de lado. Cerró los ojos y suspiró. Un minuto después dejó de respirar.
El doctor Schwöhrer cogió la mano de Chejov, que descansaba sobre la sábana. Le tomó la muñeca entre los dedos y sacó un reloj de oro del bolsillo del chaleco, y mientras lo hacía abrió la tapa. El segundero se movía despacio, muy despacio. Dejó que diera tres vueltas alrededor de la esfera a la espera del menor indicio de pulso. Eran las tres de la madrugada, y en la habitación hacía un bochorno sofocante. Badenweiler estaba padeciendo la peor ola de calor conocida en muchos años. Las ventanas de ambas piezas permanecían abiertas, pero no había el menor rastro de brisa. Una enorme mariposa nocturna de alas negras surcó el aire y fue a chocar con fuerza contra la lámpara eléctrica. El doctor Schwöhrer soltó la muñeca de Chejov. «Ha muerto», dijo. Cerró el reloj y volvió a metérselo en el bolsillo del chaleco.
Olga, al instante, se secó las lágrimas y comenzó a sosegarse. Dio las gracias al médico por haber acudido a su llamada. El le preguntó si deseaba algún sedante, láudano, quizá, o unas gotas de valeriana. Olga negó con la cabeza. Pero quería pedirle algo: antes de que las autoridades fueran informadas y los periódicos conocieran el luctuoso desenlace, antes de que Chejov dejara para siempre de estar a su cuidado, quería quedarse a solas con él un largo rato. ¿Podía el doctor Schwöhrer ayudarla? ¿Mantendría en secreto, durante apenas unas horas, la noticia de aquel óbito?
El doctor Schwöhrer se acarició el mostacho con un dedo. ¿Por qué no? ¿Qué podía importar, después de todo, que el suceso se hiciera público unas horas más tarde? Lo único que quedaba por hacer era extender la partida de defunción, y podría hacerlo por la mañana en su consulta, después de dormir unas cuantas horas. El doctor Schwöhrer movió la cabeza en señal de asentimiento y recogió sus cosas. Antes de salir, pronunció unas palabras de condolencia. Olga inclinó la cabeza. «Ha sido un honor», dijo el doctor Schwöhrer. Cogió el maletín y salió de la habitación. Y de la Historia.
Fue entonces cuando el corcho saltó de la botella. Se derramó sobre la mesa un poco de espuma de champaña. Olga volvió junto a Chejov. Se sentó en un taburete, y cogió su mano. De cuando en cuando le acariciaba la cara. «No se oían voces humanas, ni sonidos cotidianos —escribiría más tarde—. Sólo existía la belleza, la paz y la grandeza de la muerte.»
Se quedó junto a Chejov hasta el alba, cuando el canto de los tordos empezó a oírse en los jardines de abajo. Luego oyó ruidos de mesas y sillas: alguien las trasladaba de un sitio a otro en alguno de los pisos de abajo. Pronto le llegaron voces. Y entonces llamaron a la puerta. Olga sin duda pensó que se trataba de algún funcionario, el médico forense, por ejemplo, o alguien de la policía que formularía preguntas y le haría rellenar formularios, o incluso (aunque no era muy probable) el propio doctor Schwöhrer acompañado del dueño de alguna funeraria que se encargaría de embalsamar a Chejov y repatriar a Rusia sus restos mortales.
Pero era el joven rubio que había traído el champaña unas horas antes. Ahora, sin embargo, llevaba los pantalones del uniforme impecablemente planchados, la raya nítidamente marcada y los botones de la ceñida casaca verde perfectamente abrochados. Parecía otra persona. No sólo estaba despierto, sino que sus llenas mejillas estaban bien afeitadas y su pelo domado y peinado. Parecía deseoso de agradar. Sostenía entre las manos un jarrón de porcelana con tres rosas amarillas de largo tallo. Le ofreció las rosas a Olga con un airoso y marcial taconazo. Ella se apartó de la puerta para dejarle entrar. Estaba allí —dijo el joven— para retirar las copas, el cubo del hielo y la bandeja. Pero también quería informarle de que, debido al extremo calor de la mañana, el desayuno se serviría en el jardín. Confiaba asimismo en que aquel bochorno no les resultara en exceso fastidioso. Y lamentaba que hiciera un tiempo tan agobiante.
La mujer parecía distraída. Mientras el joven hablaba apartó la mirada y la fijó en algo que había sobre la alfombra. Cruzó los brazos y se cogió los codos con las manos. El joven, entretanto, con el jarrón entre las suyas a la espera de una señal, se puso a contemplar detenidamente la habitación. La viva luz del sol entraba a raudales por las ventanas abiertas. La habitación estaba ordenada; parecía poco utilizada aún, casi intocada. No había prendas tiradas encima de las sillas; no se veían zapatos ni medias ni tirantes ni corsés. Ni maletas abiertas. Ningún desorden ni embrollo, en suma; nada sino el cotidiano y pesado mobiliario. Entonces, viendo que la mujer seguía mirando al suelo, el joven bajó también la mirada, y descubrió al punto el corcho cerca de la punta de su zapato. La mujer no lo había visto: miraba hacia otra parte. El joven pensó en inclinarse para recogerlo, pero seguía con el jarrón en las manos y temía parecer aún más inoportuno si ahora atraía la atención hacia su persona. Dejó de mala gana el corcho donde estaba y levantó la mirada. Todo estaba en orden, pues salvo la botella de champaña descorchada y semivacía que descansaba sobre la mesa junto a dos copas de cristal. Miró en torno una vez más. A través de una puerta abierta vio que la tercera copa estaba en el dormitorio, sobre la mesilla de noche. Pero ¡había alguien aún acostado en la cama! No pudo ver ninguna cara, pero la figura acostada bajo las mantas permanecía absolutamente inmóvil. Una vez percatado de su presencia, miró hacia otra parte. Entonces, por alguna razón que no alcanzaba a entender, lo embargó una sensación de desasosiego. Se aclaró la garganta y desplazó su peso de una pierna a otra. La mujer seguía sin levantar la mirada, seguía encerrada en su mutismo. El joven sintió que la sangre afluía a sus mejillas. Se le ocurrió de pronto, sin reflexión previa alguna, que tal vez debía sugerir una alternativa al desayuno en el jardín. Tosió, confiando en atraer la atención de la mujer, pero ella ni lo miró siquiera. Los distinguidos huéspedes extranjeros —dijo— podían desayunar en sus habitaciones si ése era su deseo. El joven (su nombre no ha llegado hasta nosotros, y es harto probable que perdiera la vida en la primera gran guerra) se ofreció gustoso a subir él mismo una bandeja. Dos bandejas, dijo luego, volviendo a mirar —ahora con mirada indecisa— en dirección al dormitorio.
Guardó silencio y se pasó un dedo por el borde interior del cuello. No comprendía nada. Ni siquiera estaba seguro de la mujer le hubiera escuchado. No sabía qué hacer a continuación; seguía con el jarrón entre las manos. La dulce fragancia de las rosas le anegó las ventanillas de la nariz, e inexplicablemente sintió una punzada de pesar. La mujer, desde que había entrado él en el cuarto y se había puesto a esperar, parecía absorta en sus pensamientos. Era como si durante todo el tiempo que él había permanecido allí de pie, hablando, desplazando su peso de una pierna a otra, con el jarrón en las manos, ella hubiera estado en otra parte, lejos de Badenweiler. Pero ahora la mujer volvía en sí, y su semblante perdía aquella expresión ausente. Alzó los ojos, miró al joven y sacudió la cabeza. Parecía esforzarse por entender qué diablos hacía aquel joven en su habitación con tres rosas amarillas. ¿Flores? Ella no había encargado ningunas flores.
Pero el momento pasó. La mujer fue a buscar su bolso y sacó un puñado de monedas. Sacó también unos billetes. El joven se pasó la lengua por los labios fugazmente: otra propina elevada, pero ¿por qué? ¿Qué esperaba de él aquella mujer? Nunca había servido a ningún huésped parecido. Volvió a aclararse la garganta.
No quería el desayuno, dijo la mujer. Todavía no, en todo caso. El desayuno no era lo más importante aquella mañana. Pero necesitaba que le prestara cierto servicio. Necesitaba que fuera a buscar al dueño de una funeraria. ¿Entendía lo que le decía? El señor Chejov había muerto ¿lo entendía? Cómprense-vous?¿Eh, joven? Antón Chejov estaba muerto. Ahora atiéndame bien, dijo la mujer. Quería que bajara a recepción y preguntara dónde podía encontrar al empresario de pompas fúnebres más prestigioso de la ciudad. Alguien de confianza, escrupuloso con su trabajo y de temperamento reservado. Un artesano, en suma, digno de un gran artista. Aquí tienes, dijo luego, y le encajó en la mano los billetes. Diles ahí abajo que quiero que seas tú quien me preste este servicio. ¿Me escuchas? ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?
El joven se esforzó por comprender el sentido del encargo. Prefirió no mirar de nuevo en dirección al otro cuarto. Ya había presentido antes que algo no marchaba bien. Ahora advirtió que el corazón le latía con fuerza bajo la casaca, y que empezaba a aflorarle el sudor en la frente. No sabía hacia dónde dirigir la mirada. Deseaba dejar el jarrón en alguna parte.
Por favor, haz esto por mí, dijo la mujer. Te recordaré con gratitud. Diles ahí abajo que he insistido. Di eso. Pero no llames la atención innecesariamente. No atraigas la atención ni sobre tu persona ni sobre la situación. Diles únicamente que tienes que hacerlo, que yo te lo he pedido... y nada más. ¿Me oyes? Si me entiendes, asiente con la cabeza. Pero sobre todo que no cunda la noticia. Lo demás, todo lo demás, la conmoción y todo eso... llegará muy pronto. Lo peor ha pasado. ¿Nos estamos entendiendo?
El joven se había puesto pálido. Estaba rígido, aferrado al jarrón. Acertó a asentir con la cabeza.
Después de obtener la venia para salir del hotel, debía dirigirse discreta y decididamente, aunque sin precipitaciones impropias, hacia la funeraria. Debía comportarse exactamente como si estuviera llevando a cabo un encargo muy importante, y nada más. De hecho estaba llevando a cabo un encargo muy importante, dijo la mujer. Y, por si podía ayudarle a mantener el buen temple de su paso, debía imaginar que caminaba por una acera atestada llevando en los brazos un jarrón de porcelana —un jarrón lleno de rosas— destinado a un hombre importante. (La mujer hablaba con calma, casi en un tono de confidencia, como si le hablara a un amigo o a un pariente.) Podía decirse a sí mismo incluso que el hombre a quien debía entregar las rosas le estaba esperando, que quizá esperaba con impaciencia su llegada con flores. No debía, sin embargo, exaltarse y echar a correr, ni quebrar la cadencia de su paso. ¡Que no olvidara el jarrón que llevaba en las manos! Debía caminar con brío, comportándose en todo momento de la manera más digna posible. Debía seguir caminando hasta llegar a la funeraria, y detenerse ante la puerta. Levantaría luego la aldaba, y la dejaría caer una, dos, tres veces. Al cabo de unos instantes, el propio patrono de la funeraria bajaría a abrirle.
Sería un hombre sin duda cuarentón, o incluso cincuentón, calvo, de complexión fuerte, con gafas de montura de acero montadas casi sobre la punta de la nariz. Sería un hombre recatado, modesto, que formularía tan sólo las preguntas más directas y esenciales. Un mandil. Sí, probablemente llevaría un mandil. Puede que se secara las manos con una toalla oscura mientras escuchaba lo que se le decía. Sus ropas despedirían un tufillo de formaldehído, pero perfectamente soportable, y al joven no le importaría en absoluto. El joven era ya casi un adulto, y no debía sentir miedo ni repulsión ante esas cosas. El hombre de la funeraria le escucharía hasta el final. Era sin duda un hombre comedido y de buen temple, alguien capaz de ahuyentar en lugar de agravar los miedos de la gente en este tipo de situaciones. Mucho tiempo atrás llegó a familiarizarse con la muerte, en todas sus formas y apariencias posibles. La muerte, para él, no encerraba ya sorpresas, ni soterrados secretos. Este era el hombre cuyos servicios se requerían aquella mañana.
El maestro de pompas fúnebres coge el jarrón de las rosas. Sólo en una ocasión durante el parlamento del joven se despierta en él un destello de interés, de que ha oído algo fuera de lo ordinario. Pero cuando el joven menciona el nombre del muerto, las cejas del maestro se alzan ligeramente. ¿Chejov, dices? Un momento, en seguida estoy contigo.
¿Entiendes lo que te estoy diciendo?, le dijo Olga al joven. Deja las copas. No te preocupes por ellas. Olvida las copas de cristal y demás, olvida todo eso. Deja la habitación como está. Ahora ya todo está listo. Estamos ya listos ¿Vas a ir?
Pero en aquel momento el joven pensaba en el corcho que seguía en el suelo, muy cerca de la punta de su zapato. Para recogerlo tendría que agacharse sin soltar el jarrón de las rosas. Eso es lo que iba a hacer. Se agachó. Sin mirar hacia abajo. Cogió el corcho, lo encajó en el hueco de la palma y cerró la mano.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Victor Gallego


En un intercambio vía mail, el traductor del libro Cuentos, de Antón Chéjov, tuvo la gentileza de enviarnos unas palabras acerca del cuento "Casa con desván".
Aquí las palabras de Victor Gallego.
¡Gracias!



Pues sólo decirle que es uno de los cuentos de Chéjov que más me gustan. Me parece, también, uno de los mas complejos, de los que más se abren a diferentes interpretaciones y salidas. En ese sentido tiene algo de simbólico, o al menos de alegórico. Por otro lado, presenta uno de los ejemplares más puros y paradigmáticos de ese personaje que recorre casi todos sus cuentos, “bueno, pero incapaz de hacer el bien”. La propia estructura del relato es casi perfecta, con esa presentación del jardín sombrío, a la incierta luz del atardecer, y ese final magnífico: “Misius, dónde estás?”. Por lo demás, en esas discusiones está casi todo el XIX ruso, con esa problemática sobre el bien común y el papel de la inteligencia en el desarrollo de la sociedad. También, por qué no, ese conflico eterno entre el artista, con su egoísmo de creador, y las aspiraciones humanitarias y la preocupación por los demás. Y luego esa red de sentimientos tan complejos: de las dos hermanas con el protagonista, de las dos hermanas entre sí. ¿Qué siente, en realidad, la hermana mayor por el pintor? ¿Celos, odio, amor, o todas y cada una de esas cosas? En fin, un cuento inagotable, maravilloso. Parece mentira que en tan pocas páginas se pueda sugerir tanto. Porque Chéjov nunca afirma, sólo sugiere.


La gaviota


Chéjov lee "La gaviota" a los actores del Teatro de Arte, de Moscú. Junto a él está sentado Stanislavsky y al lado de éste está de pie Olga Knipper, futura esposa de Chéjov. Año 1898.

Familia


La familia Chéjov en 1889, en Mosú. En la primera fila (de izquierda a derecha): Mijail y Antón Chéjov; segunda fila: una amiga de María, Lika Misínova, María, Eugenia Yákovlevna (la madre), un escolar amigo; tercera fila: el músico ucranio A. Ivaenko, Iván Chéjov, Pável Egórovich (el padre).

Isaak Levitán


Pintor Ruso, amigo de Chéjov. 1887

martes, 19 de mayo de 2009

Textos de tres dibujos

(Dibujo: una muchacha se mira en el espejo.)

-¡Y los porteros también se atreven a afirmar que yo no tengo aire!

(Dibujo: un hombre toma por la mano y por el talle a una mujer.)

-¡Qué cuello tan blanco tiene usted!
-¡Yo tengo todo el cuerpo así, palabra de honor!

(Dibujo: una mujer parada ante la mesa del juzgado.)

-¡Testigo Pozhárova! Ya hace media hora que la llamo a la mesa, y usted no se presenta… ¿Dónde estaba? ¿Usted es sorda?
-No… Yo estaba aquí… No me acerqué, porque yo ya no soy Pozhárova… Yo me casé ayer…

Título original: Podpisi k triom risunkam, publicado por primera vez en la revista Oskolki, 1883, Nº 8, con dibujos de N.A. Bogdánov y la firma: “A. Chejonté”.

sábado, 18 de abril de 2009

Meyerhold a Chéjov

Moscú, 18 de abril de 1901


¡Querido Antón Pávlovich!

Escribe Usted: “Gracias por haberse acordado de mí”. ¿Ha podido creer que le había olvidado, porque he callado mucho tiempo? Siempre pienso en usted. Cuando le leo, cuando trabajo en sus piezas, cuando reflexiono en el sentido de la vida, cuando estoy en desacuerdo con los demás y conmigo mismo, cuando sufro por mi soledad...

Sí, con mi silencio, he dejado de darle una prueba real de mi pensamiento dirigido constantemente hacia usted; la única razón es que tengo conciencia de estar mal armado para la vida; sé que todo lo que siento no ofrece ningún interés para nadie.

Soy irritable, susceptible, molesto, y todo el mundo me encuentra desagradable.

Y yo sufro y sueño con el suicidio. Me da igual que me desprecien. Quiero seguir el mandato de Nietzsche: Werde der du bist.(1)

Digo resueltamente todo lo que pienso. Odio la mentira, no desde el punto de vista de la moral comúnmente admitida (que está basada ella misma sobre la mentira) sino como hombre que aspira a purificar su personalidad.

Me indigno abiertamente ante la arbitrariedad policíaca de la que fui testigo en Petersburgo el 4 de marzo, y no consigo entregarme con serenidad a mi arte, cuando mi sangre bulle y todo me llama a la lucha. (2)

Deseo arder en el espíritu de mi tiempo. Deseo que todos los hombres de teatro tomen conciencia de su alta misión. No puedo considerar tranquilamente a mis compañeros que, ajenos al interés público, se niegan a elevarse por encima de los estrechos intereses de casta.

¡Sí, el teatro puede desempeñar un papel inmenso en la transformación de todo lo que existe! No en vano la juventud petersburguesa ha cuidado de subrayar su actitud hacia nuestro teatro. Mientras que, en la iglesia y en la plaza, se golpeaba cruel y cínicamente a esta juventud con látigos y sables, en el teatro podía dar libre curso a sus protestas contra la arbitrariedad policíaca, destacando en El Doctor Stockmann frases que no tenían nada que ver con la idea de la obra, pero que ésta juventud aplaudía frenéticamente: “¿Es justo que unos imbéciles gobiernen a gente instruida?” o “Cuando se va a defender la libertad y la verdad, no hay por qué ponerse los mejores trajes”. Tales son las frases de Stockmann que han provocado manifestaciones. Uniendo los partidos y las clases, el teatro imponía a todos un mismo dolor, un mismo entusiasmo, e impulsaba a protestar contra lo que indigna por igual a todo el mundo. El teatro se ha afirmado así por encima de los partidos y ha hecho comprender que llegará un día en que sus paredes defenderán contra el látigo a los que se esforzaron por gobernar el país en nombre de la libertad de todos.

La agitación pública de estos últimos días me ha reanimado y ha despertado en mí aspiraciones en las que no osaba soñar. Tengo de nuevo deseos de estudiar, de estudiar, de estudiar.

Tengo que decidir si debo perfeccionar mi personalidad o lanzarme al combate por la igualdad.

Esto es lo que quisiera saber: ¿Es posible que los humanos lleguen a ser iguales sin que cada uno de ellos renuncie a su moral individual, aún cuando ésta no perjudique a nadie y sea comprensible para todos en tanto que manifestación de un mismo espíritu?

Y además, me parece que no se debe buscar llegar a ser “un maestro”, cuando la lucha social nos empuja a la fila de los “esclavos”.

Estoy terriblemente conmocionado y tengo sed de saber.

Cuando miro mis manos delgadas, las odio, porque me veo tan flojo y blando como estas manos que nunca han cerrado el puño con fuerza.

Mi vida me parece como una larga crisis torturante de una horrible enfermedad que se arrastra a lo largo de ella. No hago sino esperar, esperar que esta crisis se desate de un modo u otro. No tengo miedo del porvenir, con tal de que al final llegue pronto, no me importa qué final... Pero eso basta.

¡Venga más rápido querido Antón Paulovich! Reconfórtenos con su ternura. Y a usted, la naturaleza le reconfortará. Hace buen tiempo aquí. La primavera se despliega de día en día. Se sienten deseos de partir hacia el aire, en el seno de la naturaleza. Últimamente hemos admirado la puesta de sol en Ptrovsko-Razumovskoya. Después hemos seguido con la mirada las sombras que se condensaban y las siluetas de los árboles subiendo poco a poco hacia el cielo pálido, cada vez más altas a medida que caía la oscuridad. El aire se enfriaba, las estrellas se encendían y, como en la naturaleza, las sombras se desplegaban en el aire. Hubiéramos querido quedarnos toda la noche en esta atmósfera misteriosa, y vivir mil pensamientos para acercarnos, aunque sólo fuera un poco, a la comprensión del sentido inconcebible del ser...

Vsevolod MEYERHOLD, que le quiere calurosamente.

¡Escríbame una palabra antes de venir! Mis mejores saludos a su madre

1-“Llega a ser lo que eres”

2- El 4 de marzo de 1901, frente a la catedral de Kazan en Petersburgo, tuvo lugar una manifestación que fue reprimida ferozmente. Este suceso que jalona una de las etapas de la revolución en marcha, coincidió con la estancia en la capital del Teatro de Arte de Moscú, en gira por todo el país, que representaba El Doctor Stockmann de Ibsen. Ver “Mi vida en el Arte” de Stanislavski, edic. francesa, Paris 1950, pp 161 y siguientes; Edic. italiana, Einaudi 1963, Torino, pp. 306-307.

Chejov, por Máximo Gorki

Una vez me llamó a su pueblo, Kuchúk-Koi1, donde tenía un pequeño pedazo de tierra y una casita blanca de dos pisos. Allí, al mostrarme su “posesión”, rompió a hablar vivamente:
-Si yo tuviera mucho dinero, instalaría aquí un sanatorio para los maestros rurales enfermos. ¿Sabe?, construiría un edificio así claro, muy claro, con ventanas grandes y techos altos. Tendría una hermosa biblioteca, diversos instrumentos musicales, un colmenar, un huerto, un jardín frutal, se podrían dictar conferencias de agronomía, meteorología, ¡un maestro debe saberlo todo, padrecito, todo! De pronto calló, tosió, me echó una mirada de soslayo, y sonrió con su sonrisa suave, grácil, que siempre atraía a él de modo irresistible, y despertaba una atención peculiar, intensa a sus palabras. -¿Le aburre escuchar mis fantasías? Y a mí me gusta hablar de eso. ¡Si usted supiera, cuánta falta le hace al campo ruso un maestro bueno, inteligente, instruido! Aquí, en Rusia, es necesario ponerlo en ciertas condiciones especiales, y eso hay que hacerlo rápido, si entendemos que sin una instrucción amplia del pueblo, el estado se derrumba, ¡como una casa construida con ladrillos mal cocidos! El maestro debe ser un artista, un pintor enamorado ardientemente de su labor, y entre nosotros es un obrero lumpen, un hombre mal instruido, que va al campo a enseñar a los niños con las mismas ganas, con que iría al destierro. Anda con hambre, apocado, asustado con la posibilidad de perder su pedazo de pan. Y haría falta que fuera el primer hombre del pueblo, que pudiera responder a todas las preguntas del mujík, para que los mujíks reconozcan en él una fuerza digna de atención y respeto, que nadie se atreva a gritarle... a humillar su persona, como hacen todos entre nosotros: el policía, el tendero rico, el pope, el comisario, el curador de escuela, el síndico, y ese funcionario que lleva el título de inspector de escuela, pero que no se preocupa de una mejor situación de la instrucción, sino sólo del cumplimiento minucioso de las circulares del distrito. Es absurdo pues, pagarle unos gróshes2 a un hombre que está llamado a educar al pueblo, ¿entiende?, ¡educar al pueblo! No se puede pues permitir, que ese hombre ande en harapos, tiemble de frío en las escuelas húmedas, sarnosas, se queme, se resfríe, se busque a los treinta años una laringitis, un reumatismo, una tuberculosis... ¡pues eso es una vergüenza para nosotros! Nuestro maestro, ocho, nueve meses al año vive como un anacoreta, no tiene a quien decirle una palabra, se embrutece en la soledad, sin libros, sin distracciones. Y si llama a sus colegas a su casa, lo acusan de ser poco confiable, ¡la palabra estúpida con la que los hombres pícaros asustan a los imbéciles!.. Es repulsivo todo eso... como una burla al hombre que hace un trabajo grande, terriblemente importante. ¿Sabe?, cuando yo veo a un maestro, me siento incómodo con él por su timidez, y por que está mal vestido, me parece que yo mismo soy culpable en algo por esa miseria del maestro... ¡en serio! Calló, se quedó pensativo y, dejando de la mano, dijo en voz baja: -Es un país tan absurdo, tan deforme nuestra Rusia. La sombra de una profunda tristeza cubrió sus ojos divinos, las finas rayas de sus arrugas los rodearon, haciendo profunda su mirada. Echó una mirada a su alrededor y se burló de sí mismo: -¿Ve?, le solté todo un artículo editorial de periódico liberal. Vamos, le voy a dar té por ser tan paciente… Eso le sucedía a menudo: hablaba de un modo cálido, serio, sincero, y de repente se burlaba de sí mismo y de su discurso. Y en esa burla suave, triste se sentía el fino escepticismo de un hombre, que conocía el precio de las palabras, el precio de los sueños. Y en esa burla asomaba aun una modestia agradable, una aguda delicadeza... Despacio y callados fuimos a la casa. Era un día claro, caluroso, las olas rumoraban bajo los rayos brillantes del sol, a los pies de la montaña aullaba cariñosamente un perro satisfecho de algo. Chejov me tomó del brazo y, tosiendo, profirió con lentitud: -Es vergonzoso y triste, pero es cierto: hay mucha gente que envidia a los perros... Y al instante, echándose a reír, añadió: -Yo hoy sólo digo palabras caducas… entonces, ¡estoy envejeciendo!


1La casa en el pueblo Kuchúk-Koi, en el litoral sureño de Crimea; Chejov la adquiere a finales de 1898, antes de poseer su casa de campo en Yalta.
2Grosh, antigua moneda rusa de ½ kópek.

Chejov, por Iván Búnin


Yo lo conocí en Moscú, a finales del año noventa y cinco. Recuerdo unas cuantas frases características de él.-¿Usted escribe mucho? –me preguntó una vez.Yo respondí que poco.
-En vano -dijo casi sombríamente, con su voz baja, pectoral. –Hay que trabajar, ¿sabe?.. Sin posar la mano… toda la vida.Y tras callar un poco, sin una relación aparente, agregó:-Para mí, después de escribir un cuento, se debe tachar el principio y el final. Ahí nosotros, los literatos, mentimos más que todo… Y con brevedad, hay que escribir en lo posible con brevedad.Después de Moscú no nos vimos hasta la primavera del año noventa y nueve. Habiendo ido esa primavera a Yalta por unos pocos días, una vez al atardecer lo encontré en el malecón.-¿Por qué no pasa por mi casa? –dijo. -Venga mañana seguro.-¿Cuándo? –pregunté.-Por la mañana, a eso de las ocho.Y al advertir, probablemente, el asombro en mi rostro, aclaró:-Yo me levanto temprano. ¿Y usted?-Yo también -dije.-Bueno, así pues venga, cuando se levante. Vamos a tomar café. ¿Usted toma café? Por la mañana no hay que tomar té, sino café. Una cosa maravillosa. Yo, cuando trabajo, me limito hasta la tarde, sólo al café y al caldo. Por la mañana café, y al mediodía caldo.Después pasamos callados por el malecón, y nos sentamos en la plaza, en un banco.-¿Le gusta el mar? -dije.-Sí –respondió. –Sólo que es muy desierto.-Eso es lo bueno –dije.-No sé -respondió mirando a algún lugar en la lejanía y, evidentemente, pensando en algo suyo. –Para mí, es bueno ser un oficial, un joven estudiante… Estar sentado en algún lugar concurrido, escuchar una música alegre…Y a su manera, calló un poco y, sin una relación aparente, agregó:-Es muy difícil describir el mar. ¿Sabe qué descripción del mar leí hace poco, en un cuaderno escolar? “El mar era grande”. Y sólo. Para mí, es maravilloso.En Moscú vi a un hombre de edad madura, alto, esbelto, ligero de movimientos; me recibió de modo amistoso, pero con tal sencillez, que yo tomé esa sencillez por frialdad. En Yalta lo encontré muy cambiado: había adelgazado, el rostro se le había oscurecido, se movía con más lentitud, su voz sonaba más apagada. Pero, en general, era casi el mismo que en Moscú: amistoso pero contenido, hablaba con bastante vivacidad, pero con más sencillez y brevedad aun, y durante la conversación siempre pensaba en algo suyo, dejando al interlocutor captar, por sí mismo, los cambios en la corriente oculta de sus pensamientos, y siempre miraba al mar a través de los cristales de su pince-nez, alzando el rostro levemente. A la mañana siguiente, después del encuentro en el malecón, fui a verlo a su casa de campo. Recuerdo bien esa mañana soleada que pasamos en su jardincito. Desde entonces empecé a visitarlo más a menudo, y después me hice una persona de confianza por completo en su casa. Debido a eso, cambió su actitud hacia mí, se hizo más de corazón, más sencilla…La casa de campo en Autk, de piedra blanca, su jardín pequeño, que él cultivaba con tanta dedicación, siempre amante de las flores, los árboles; su gabinete, de cuyo adorno servían sólo dos-tres cuadros de Levitán y una gran ventana semi-redonda, que descubría una vista de la llanura del Uchan-Su, que se perdía en jardines, y el triángulo azul del mar, esas horas, días, a veces semanas que yo pasé en esa casa de campo, quedarán para siempre en mi memoria…A solas conmigo, se reía a menudo con su risa contagiosa, le gustaba bromear, inventar cosas diversas, apodos absurdos; tan pronto se sentía, siquiera, un poco mejor, era implacable en todo eso. Le gustaban las conversaciones sobre literatura. Hablando de ésta, se admiraba a menudo con Mauppassant, con Tolstói. En particular, hablaba a menudo de ellos, y del Tamán de Liérmontov.-¡No puedo entender -decía, -cómo pudo él, siendo un muchacho, hacer eso! ¡Y pues escribir una cosa así, y aún un buen vodevil; y entonces se puede morir uno!
Título original: Chejov, publicado por primera vez en la antología Znanie, 1904, lib. 3, con la firma: "I. A. Bunin".

miércoles, 8 de abril de 2009

Isaac Levitan




























Casa con desván, de Antón Chéjov

.
Aquí el cuento de Antón Chéjov. Se lo puede encontrar con el nombre de Casa con desván, o La casa del sotabanco, y también como Lida y Misius (título que da nombre a este blog.)

I
.
Todo sucedió hace unos seis o siete años, cuando yo vivía en uno de los distritos de la provincia de T., en la propiedad del hacendado Belokúrov, un hombre joven que se levantaba muy temprano, iba vestido con un largo abrigo, bebía cerveza por la noche y no paraba de quejarse de que nadie ni nada le ofrecía consuelo. Vivía en un pabellón levantado en el jardín, mientras yo me alojaba en la vieja casa señorial, en una enorme sala con columnas carente de cualquier mobiliario, a excepción de un amplio diván que me servía de cama y una mesa en la que hacía solitarios. En aquella casa, al llegar el buen tiempo, algo zumbaba siempre en las viejas estufas, y durante las tormentas la casa entera temblaba y parecía que iba a hacerse pedazos; daba algo de miedo, sobre todo por la noche, cuando hasta diez grandes ventanas se iluminaban de pronto con el resplandor de los relámpagos.
.
Condenado por el destino a una constante ociosidad, no hacía absolutamente nada. Pasaba horas enteras contemplando desde las ventanas el cielo, los pájaros, la alameda, leía todo lo que me llegaba a través del correo, dormía. A veces salía de la casa y vagaba por los alrededores hasta la caída de la tarde.
.
En una ocasión, al regresar a casa, entré sin darme cuenta en una propiedad desconocida. El sol ya se había puesto y sobre el centeno florido caían las sombras vespertinas. Dos filas de altos y viejos abetos, plantados muy cerca unos de otros, se alzaban como dos muros compactos, formando una sombría y bella alameda. Atravesé con facilidad la cerca y me adentré en el sendero, deslizándome sobre las agujas de los abetos, que cubrían la tierra con una capa de varios centímetros de espesor. En el lugar reinaban la oscuridad y el silencio; tan sólo en las copas de los árboles temblaba algún brillante rayo dorado, que se irisaba en las telas de araña. Los abetos exhalaban un olor intenso, sofocante. Al poco tiempo me interné en una larga alameda de tilos. También allí tenía todo un aspecto abandonado y viejo; las hojas del pasado año susurraban tristemente bajo mis pies, y las sombras se extendían entre los árboles a la luz del crepúsculo. A la derecha, en un viejo jardín con árboles frutales, resonaba el débil y desganado canto de una oropéndola, probablemente también vieja. Al poco tiempo las hileras de tilos desaparecieron; pasé junto a una casa blanca con terraza y desván y de pronto surgieron ante mí un patio señorial, un amplio estanque con casetas de baño, una multitud de verdes sauces y una aldea en la otra orilla del estanque, con un campanario alto y estrecho en cuya cruz se reflejaban los rayos del sol poniente. Por un instante se apoderó de mí la sensación de que estaba contemplando un cuadro familiar y conocido, un panorama ya visto en algún momento de la infancia.
.
Junto al blanco portón que separaba el patio de los campos circundantes, viejo, fuerte y adornado con leones de piedra, había dos muchachas. Una de ellas, de mayor edad, delgada, pálida, muy bella, con espesos cabellos castaños y una boca pequeña y rígida, lucía una expresión severa y apenas me prestaba atención; la otra, bastante joven aún —tendría diecisiete o dieciocho años, no más—, también delgada y pálida, con una gran boca y unos grandes ojos, me miró con asombro cuando pasé a su lado, profirió un comentario en inglés y se mostró confundida; de mí se apoderó la impresión de que esos hermosos rostros también me resultaban conocidos, y regresé a casa con la sensación de haber vivido un bello sueño.
.
Poco tiempo después, cuando paseaba a mediodía con Belokúrov por los alrededores de la casa, entró en el patio de manera inesperada, susurrando sobre la hierba, un coche con ballestas en el que iba sentada una de esas muchachas, en concreto la mayor. Venía con una lista de suscripción en favor de las víctimas de un incendio. Sin mirarnos, con gran seriedad y detalle, nos informó de cuántas casas habían ardido en la aldea de Sianov, de cuántos hombres, mujeres y niños se habían quedado sin hogar y de cuáles serían las primeras medidas del comité de salvación, del que ella formaba parte. Una vez que obtuvo nuestra firma, guardó la lista e inició la despedida.
—Nos ha olvidado usted por completo, Piotr Petróvich —le dijo a Belokúrov, tendiéndole la mano—. Venga a vernos, y si monsieur N. (en ese momento pronunció mi apellido) quiere ver cómo viven los admiradores de su talento y se digna visitarnos, tanto mi madre como yo nos sentiremos muy reconocidas.Hice una reverencia.
.
Cuando se marchó, Piotr Petróvich me contó algunas cosas. Esa muchacha, según sus palabras, era de buena familia y se llamaba Lidia Volchanínov; en cuanto a la hacienda en la que vivía con su madre y su hermana, recibía el nombre de Shelkovka, lo mismo que la aldea de la otra orilla del estanque. En el pasado, el padre había ocupado un puesto importante en Moscú y había muerto con el grado de consejero privado. A pesar de su buena posición, las Volchanínov vivían en la aldea de manera permanente, tanto en verano como en invierno, y Lidia trabajaba como profesora en la escuela rural de Shelkovka, actividad por la que percibía veinticinco rublos mensuales. Para sus gastos sólo empleaba esa cantidad, y se enorgullecía de vivir a sus expensas.
—Es una familia interesante —exclamó Belokúrov—. Deberíamos visitarlas en alguna ocasión. Se alegrarán mucho de conocerle.
.
Un día festivo, después de la comida, nos acordamos de las Volchanínov y decidimos dirigirnos a Shelkovka. Tanto la madre como las hijas estaban en casa. La madre, Yekaterina Pávlovna, que había sido bella en el pasado, aunque ahora estaba gorda, padecía de asma y tenía un aspecto triste y distraído, trataba de entablar conmigo una conversación sobre pintura. Cuando su hija le informó de que quizás iría a visitarlas, se había acordado apresuradamente de dos o tres paisajes míos contemplados en exposiciones de Moscú, y ahora me preguntaba qué había querido expresar en ellos. Lidia o Lida, como la llamaban en casa, hablaba más con Belokúrov que conmigo. Seria, sin sonreír, le preguntaba por qué no prestaba ningún servicio en el zemstvo y por qué no había acudido hasta la fecha a ninguna de sus reuniones.
—Eso no está bien, Piotr Petróvich —le dijo en tono de reproche—. Eso no está bien. Debería darle vergüenza.
—Tienes razón, Lida, tienes razón —convino su madre—. Eso no está bien.
—Todo nuestro distrito se encuentra en manos de Balaguin —continuó Lida, dirigiéndose a mí—. Él mismo es presidente del consejo y ha repartido todos los cargos del distrito entre sus sobrinos y yernos, de modo que puede hacer cuanto se le antoja. Hay que luchar. Los jóvenes deberían componer un partido fuerte, pero ya ve usted qué jóvenes tenemos. ¡Debería darle vergüenza, Piotr Petróvich!La hermana pequeña, Zhenia, guardó silencio mientras se habló del zemstvo. No tomaba parte en las conversaciones serias, pues en la familia aún no se la consideraba adulta. Como si aún fuera pequeña, la llamaban Misius, nombre que en la infancia ella había dado a su miss, a su institutriz. Estuvo mirándome todo el tiempo con curiosidad y cuando me puse a hojear el álbum de fotografías, me ofreció algunas explicaciones: “Ése es mi tío… Ése es mi padrino”, decía, al tiempo que pasaba el dedo por los retratos y me rozaba infantilmente con su hombro, permitiéndome contemplar de cerca su pecho débil, poco desarrollado, sus finos hombros, su trenza y su cuerpo delgado, ceñido con fuerza por el cinturón.Jugamos al croquet y al lawn-tennis, paseamos por el parque, tomamos el té y estuvimos largo rato cenando. Después de la enorme sala vacía con columnas, me sentía a gusto en esa pequeña y acogedora casa en cuyas paredes no había oleografías y donde a la servidumbre se la trataba de “usted”; además, gracias a la presencia de Lida y de Misius, todo se me antojaba joven y pulcro, rodeado de un aura de corrección. Después de la cena Lida volvió a hablar con Belokúrov del zemstvo, de Balaguin, de las bibliotecas escolares. Era una muchacha vivaz, sincera, convencida, y su conversación resultaba interesante, aunque hablaba mucho y en voz demasiado alta —probablemente había adquirido esa costumbre en la escuela. En cambio Piotr Petróvich, que desde los tiempos de estudiante estaba habituado a convertir cualquier conversación en una discusión, hablaba con indiferencia, desapasionamiento y prolijidad, mostrando un claro deseo de aparecer como una persona inteligente y avanzada. En un determinado momento, volcó la salsera con la manga y sobre el mantel apareció una gran mancha; no obstante, al parecer, sólo yo reparé en ese hecho.
.
Durante el camino de regreso a casa, todo estaba oscuro y en silencio.
—La buena educación consiste no en no volcar la salsa sobre el mantel, sino en no darte cuenta cuando lo hace otro —exclamó Belokúrov y suspiró—. Sí, una familia encantadora, inteligente. ¡Cuánto me he apartado de la buena sociedad! ¡Cuánto me he apartado! ¡Y es que tengo tantos quehaceres! ¡Me paso el día ocupado!Habló de lo mucho que debe trabajar una persona cuando quiere convertirse en un agricultor ejemplar. Pero yo pensaba: ¡qué hombre tan indolente y perezoso! Cuando hablaba con seriedad de algún asunto, arrastraba con esfuerzo la “e”, y así era como trabajaba: con lentitud, desgana y constantes retrasos. Me resultaba difícil creer en su diligencia, porque las cartas que le confiaba para que las depositara en el correo pasaban semanas enteras en su bolsillo.
—Lo más duro de todo —murmuraba, mientras caminaba a mi lado—, lo más duro de todo es que te pasas todo el tiempo trabajando y no encuentras comprensión en nadie. ¡Ninguna comprensión!
.
II
.
Empecé a frecuentar la casa de las Volchanínov. Por lo común, me sentaba en el escalón inferior de la terraza. Me sentía descontento conmigo mismo, me apenaba mi vida, que tan deprisa y de forma tan banal pasaba, y no hacía más que pensar en lo bueno que sería extirparme del pecho el corazón, que tanto me pesaba. A mi lado, en la terraza, se oían voces, rumores de vestidos, el roce de las páginas de un libro. Pronto me habitué a las actividades de Lida, que durante el día recibía enfermos, repartía libros y a menudo marchaba hasta la aldea con la cabeza descubierta, bajo una sombrilla, mientras por la noche hablaba en voz alta del zemstvo y de las escuelas. Esa muchacha delgada, hermosa, invariablemente estricta, con una boca pequeña, de delicados contornos, siempre que iniciaba una conversación seria me decía con sequedad:
—Esto no puede interesarle a usted.
.
No le caía simpático. Le desagradaba porque era paisajista y en mis cuadros no representaba las necesidades del pueblo y porque, según su parecer, mostraba indiferencia por aquellos principios en los que ella creía con tanto apasionamiento. Recuerdo que en una ocasión, a orillas del lago Baikal, conocí a una muchacha buriata que iba montada a caballo y vestía camisa y pantalones azules de tela china; le pregunté si quería venderme su pipa; mientras hablábamos, ella contemplaba con desprecio mi rostro europeo y mi sombrero; al cabo de un minuto se aburrió de mi conversación, dio un alarido y partió al galope. De la misma manera, Lida me consideraba un extraño y me despreciaba por ello. No exteriorizaba su antipatía por mí, pero yo me percataba de ella. A veces, cuando estaba sentado en el peldaño inferior de la terraza me sentía dominado por la ira y me decía que curar campesinos sin ser médico equivale a engañarles y que es fácil practicar la filantropía cuando se poseen dos mil desiatinas de tierra.
.
En cuanto a su hermana Misius, no tenía ninguna preocupación y pasaba la vida en una completa ociosidad, como yo. Nada más levantarse por la mañana, cogía su libro y se ponía a leer; se sentaba en la terraza, en un sillón tan hondo que sus pequeños pies apenas alcanzaban el suelo o se ocultaba con el libro en la alameda de tilos o atravesaba el portón y se dirigía al campo. Se pasaba el día entero leyendo, devorando con avidez una página tras otra, y sólo en el cansancio y aturdimiento de su mirada y en la intensa palidez de su rostro se adivinaba lo mucho que esa lectura fatigaba su cerebro. Cuando yo llegaba, ella se ruborizaba, dejaba el libro, fijaba en mi cara sus grandes ojos y me contaba algún suceso de la jornada: por ejemplo, que en las dependencias de los criados había empezado a arder el hollín o que un trabajador había pescado en el estanque un enorme pez. Los días de diario solía ir vestida con una camisa de color claro y una falda azul oscuro. Paseábamos juntos, cogíamos cerezas para hacer mermelada, remábamos por el estanque, y cuando ella saltaba para atrapar una cereza o manejaba los remos, a través de las anchas mangas se transparentaban sus delgados y débiles brazos. En ocasiones, mientras yo pintaba un esbozo, ella permanecía en pie a mi lado y contemplaba mi trabajo con admiración.
.
Un domingo de finales de julio fui a visitar a las Volchanínov por la mañana, a eso de las nueve. Estuve vagando por el parque, a bastante distancia de la casa, buscando setas blancas, muy abundantes ese verano, y dejando una señal junto a ellas para recogerlas luego con Zhenia. Soplaba un viento tibio. Al poco rato vi cómo Zhenia y su madre, ambas con vestidos de domingo de color claro, regresaban a casa desde la iglesia; Zhenia sujetaba con la mano su sombrero para que el viento no se lo llevara. Más tarde oí cómo tomaban el té en la terraza.Para mí, una persona desocupada en busca de una justificación para su constante ociosidad, esas festivas mañanas veraniegas en nuestras haciendas poseían un especial atractivo. Cuando el verde jardín, aún húmedo a causa del rocío, resplandece risueño a la luz del sol; cuando en los alrededores de la casa huele a reseda y a adelfa y los jóvenes recién llegados de la iglesia beben té en el jardín, tan alegres y bien vestidos; y cuando uno sabe que esas personas saludables, bien alimentadas y hermosas se pasarán el día entero sin hacer nada, quisiera uno que toda la vida fuera así. En eso mismo pensaba yo entonces, mientras vagaba por el jardín, dispuesto a prolongar esos paseos sin rumbo y sin objeto todo el día, todo el verano.
.
Zhenia llegó con una cesta; por la expresión de su cara parecía como si supiera o presintiera que iba a encontrarse conmigo en el jardín. Estuvimos recogiendo setas y charlando; cuando me hacía alguna pregunta se adelantaba unos pasos para verme el rostro.
—Ayer en nuestra aldea se produjo un milagro —exclamó—. La coja Pelagueia llevaba enferma todo el año, sin que médicos ni medicamentos pudieran aliviarla; pero ayer una vieja le susurró unas palabras y la enfermedad desapareció.
—Eso no tiene importancia —le dije yo—. No hay que buscar milagros sólo en los enfermos y en las viejas. ¿Acaso la salud no es un milagro? ¿Y la misma vida? Todo lo que es incomprensible es un milagro.
—¿Y a usted no le asusta lo incomprensible?
—No. Me aproximo con seguridad a los acontecimientos que no comprendo, sin someterme a ellos, situándome por encima. El hombre debe sentirse superior a los leones, a los tigres, a las estrellas, superior a todo cuanto hay en la naturaleza, superior incluso a lo que no comprende y parece milagroso; de otro modo, no es un hombre sino un ratón que se asusta de todo.
.
Zhenia pensaba que yo, al ser pintor, sabía muchas cosas y podía adivinar otras muchas. Le gustaba que la condujera a las regiones de lo eterno y de lo bello, a ese mundo superior que, según su opinión, me era propio, y hablaba conmigo de Dios, de la vida eterna, de los milagros. Y yo, que no podía admitir que mi persona y mi imaginación desaparecerían para siempre después de la muerte, contestaba: “Sí, el hombre es inmortal”; “Sí, nos espera la vida eterna”. Y ella me escuchaba, me creía y no me exigía pruebas.
.
Cuando nos dirigíamos a la casa, se detuvo de repente y exclamó:
—Lida es una persona extraordinaria. ¿No es verdad? La quiero muchísimo y estaría dispuesta a sacrificar mi vida por ella en cualquier momento. Pero dígame —en ese momento Zhenia me tocó la manga con un dedo—, dígame, ¿por qué está discutiendo usted siempre con ella? ¿Por qué se muestra tan irritado?
—Porque no tiene razón.
Zhenia negó con la cabeza y unas lágrimas asomaron a sus ojos:
—¡Qué incomprensible es todo esto! —exclamó.
.
En ese momento Lida, que acababa de regresar de algún lugar, apareció junto al porche con una fusta en la mano, esbelta, hermosa, iluminada por el sol, e impartió alguna orden a un trabajador. Con gran premura y destempladas voces, atendió a dos o tres enfermos; después, con aspecto preocupado y hacendoso, se paseó por las habitaciones, abriendo ya un armario, ya otro, subiendo al desván. Estuvieron largo tiempo buscándola y llamándola para que viniera a comer, pero cuando se presentó ya habíamos acabado la sopa. Por alguna razón recuerdo y aprecio todos esos pequeños detalles; de hecho, mi memoria guarda una imagen precisa de toda esa jornada, aunque no sucedió en ella nada especial. Después de la comida, Zhenia se tumbó en un hondo sillón y se puso a leer; yo me senté en el peldaño inferior de la escalera. Guardamos silencio. Todo el cielo se cubrió de nubes y empezó a caer una lluvia fina e intermitente. Hacía calor, el viento se había aquietado hacía tiempo; parecía como si ese día no fuera a concluir nunca. Yekaterina Pávlovna, soñolienta, con un abanico, salió a la terraza y se acercó a nosotros.
—Ay, mamá —exclamó Zhenia, besándole la mano—, no te sienta bien dormir de día.
.
Se adoraban. Cuando una salía al jardín, la otra ya estaba en la terraza y, mirando hacia los árboles, llamaba: “¡Zhenia!”, o bien: “Mamaíta, ¿dónde estás?” Rezaban siempre juntas, tenían las mismas creencias y se comprendían muy bien, incluso cuando guardaban silencio. Además, su actitud hacia la gente era la misma. Yekaterina Pávlovna también se acostumbró pronto a mí y me cogió cariño, y cuando dejaba de aparecer durante dos o tres días, mandaba a alguien a preguntar por mi salud. Contemplaba mis esbozos con admiración, me contaba con la misma locuacidad y sinceridad de Misius lo que había sucedido a lo largo de la jornada y con frecuencia me confiaba sus secretos domésticos.
.
Reverenciaba a su hija mayor. Lida nunca era cariñosa y sólo hablaba de cosas serias; vivía su propia vida y para su madre y su hermana era una persona sagrada y algo enigmática, como para los marineros el almirante que pasa todo el tiempo en su camarote.
—Nuestra Lida es una persona extraordinaria —solía decir la madre—. ¿No es verdad?
También entonces, mientras lloviznaba, hablábamos de Lida.
—Es una persona extraordinaria —exclamó la madre y añadió en voz baja, mirando temerosamente a su alrededor, como si estuviera conspirando—: Mujeres así se cuentan con los dedos de una mano, pero, sabe usted, empiezo a estar algo preocupada. La escuela, los dispensarios, los libros: todo eso está muy bien, ¿pero por qué llegar a esos extremos? Ya tiene veinticuatro años, es hora de que empiece a pensar seriamente en sí misma. Con tanto libro y tantos dispensarios no ves cómo pasa la vida…
.
Hay que casarse.
.
Zhenia, pálida a causa de la lectura, con el pelo desordenado, levantó la cabeza y dijo como para sí misma, mirando a su madre:
—¡Mamá, todo está en manos de Dios!
Y de nuevo se sumergió en la lectura.
.
Llegó Belokúrov con su largo abrigo y una camisa bordada. Jugamos al croquet y al lawn-tennis; luego, cuando oscureció, cenamos y disfrutamos de una larga sobremesa; Lida volvió a ocuparse de las escuelas y de Balaguin, el que tenía en sus manos todo el distrito. Esa noche, al salir de casa de las Volchanínov, tuve la impresión de que había gozado de un día festivo largo, larguísimo, pero también me asaltó el triste convencimiento de que todo en esta vida, por muy largo que sea, tiene su fin. Zhenia nos acompañó hasta el portón; tal vez porque había pasado el día entero con ella, de la mañana a la noche, sentía que en su ausencia todo me resultaría aburrido y que esa simpática familia estaba muy unida a mí. Por primera vez en todo el verano me entraron ganas de pintar.
—Dígame, ¿por qué lleva una vida tan insulsa y anodina? —le pregunté a Belokúrov de camino a casa—. Mi vida es aburrida, pesada y monótona porque soy un artista, un hombre extraño; desde los tiempos de la juventud estoy trabajado por la envidia, por la insatisfacción, por la desconfianza en mi actividad; siempre he sido pobre y no he dejado de ir de un lado para otro, pero usted es un hombre sano, normal, un propietario, un señor, ¿por qué lleva una vida tan poco interesante? ¿Por qué disfruta tan poco de la existencia? ¿Por que, por ejemplo, no se ha enamorado todavía de Lida o de Zhenia?
—Olvida usted que estoy enamorado de otra mujer —respondió Belokúrov.
.
Se refería a su amiga Liubov Ivánovna, que vivía con él en el pabellón. Todos los días veía cómo esa dama, corpulenta, rolliza, grave, semejante a un ganso bien cebado, se paseaba por el jardín con un vestido ruso adornado de abalorios, siempre bajo una sombrilla, mientras la criada venía a buscarla a cada momento, bien para comer, bien para tomar el té. Tres años antes había alquilado uno de los pabellones cercanos a la casa, y desde entonces se había quedado a vivir con Belokúrov, al parecer para siempre. Era diez años mayor que él y le controlaba de cerca, hasta el punto de que él debía pedirle permiso para ausentarse de la casa. A menudo sollozaba con voz de hombre; en tales ocasiones yo mandaba decir que si no paraba me iría del apartamento; y ella, entonces, dejaba de llorar.Cuando llegamos a casa, Belokúrov se sentó en un diván y se hundió en sus pensamientos; yo empecé a pasear por la sala, experimentando una ligera inquietud, como un enamorado. Me apetecía hablar de las Volchanínov.
—Lida sólo puede enamorarse de un funcionario del zemstvo tan interesado como ella en los hospitales y las escuelas —exclamé—. Por una muchacha como ésa puede uno convertirse en funcionario del zemtsvo e incluso gastar zapatos de hierro, como los personajes de los cuentos. ¿Y Misius? ¡Qué encanto es esa Misius!Belokúrov, alargando mucho la “e”, empezó a hablar de la enfermedad del siglo: el pesimismo. Habló con convencimiento y con un tono de voz como si yo estuviera discutiendo con él. Cientos de kilómetros de desierta, monótona y ardiente estepa no pueden causar tanto hastío como un hombre que se sienta, se pone a hablar y no hace ningún indicio de marcharse.
—No se trata de pesimismo ni de optimismo —exclamé yo con irritación—. El problema es que noventa y nueve personas de cada cien no tienen inteligencia. Belokúrov se dio por aludido, se ofendió y se marchó.
.
III
.
—El príncipe está de visita en Maloziómovo y te manda saludos —dijo Lida a su madre. Acababa de llegar y se estaba quitando los guantes—. Contó muchas cosas interesantes… Prometió elevar de nuevo al consejo provincial la cuestión del centro médico, pero dice que hay pocas esperanzas—. Y dirigiéndose a mí, añadió: —Perdone, siempre me olvido de que estos asuntos no pueden interesarle.Me sentí irritado.
.
—¿Por qué no pueden interesarme? —pregunté y me encogí de hombros—. A usted no le importa mi opinión, pero le aseguro que esa cuestión me interesa mucho.
.
—¿Sí?
.
—Sí. A mi modo de ver, en Maloziómovo no hace falta ningún centro médico.Mi irritación se transmitió también a ella. Me miró, entornó los ojos y preguntó:
..
—¿Y qué es lo que hace falta? ¿Paisajes?
.
—Tampoco paisajes. Allí no hace falta nada.
.
Terminó de quitarse los guantes y desplegó un periódico que acababan de traer del correo; al cabo de un minuto dijo en voz baja, tratando de contenerse:
.
—La semana pasada Anna murió durante el parto; si hubiera habido un centro médico cerca aún estaría viva. Y los señores paisajistas, me parece, deberían tener alguna opinión sobre el particular.
.
—Tengo una opinión muy concreta sobre el particular, se lo aseguro —contesté yo, pero ella se cubría con el periódico como si no quisiera escucharme—. Según mi parecer, los centros médicos, las escuelas, las bibliotecas y los dispensarios, dadas las actuales condiciones de vida, sólo sirven para subyugar. El pueblo está sujeto por una gran cadena, y ustedes, en lugar de romper esa cadena, añaden nuevos eslabones: ésa es mi opinión.
.
Me miró a los ojos y sonrió con aire burlón, pero yo continué, tratando de expresar mi idea principal:
.
—Lo importante no es que Anna haya muerto durante el parto, sino que todas las Annas, Mavras y Pelagueias van con la espalda doblada de la mañana a la noche, enferman a causa del trabajo excesivo, se pasan la vida sufriendo por sus hijos enfermos y hambrientos, se sienten acuciadas por la enfermedad y la muerte, están siempre luchando por restablecerse, se marchitan pronto, envejecen de manera prematura y mueren cercadas por la suciedad y la inmundicia; sus hijos, al crecer, inician el mismo camino, y así pasan cientos de años; millones de personas, para ganar un pedazo de pan, viven peor que los animales, experimentando un terror continuo. Todo el horror de su situación reside en que no tienen tiempo de pensar en su alma, de recordar que han sido creadas a imagen y semejanza de Dios; el hambre, el frío, el terror cerval, el trabajo agobiante, lo mismo que aludes de nieve, les obstruyen todos los caminos que conducen a la actividad espiritual, lo único que distingue al hombre del animal, lo único por lo que merece la pena vivir. Ustedes tratan de ayudarlos con hospitales y escuelas, pero esas cosas no los liberan de sus cadenas; al contrario, los esclavizan ustedes aún más, ya que, al introducir en sus vidas nuevos prejuicios, aumenta el número de sus necesidades, por no hablar ya de que por los emplastos y los libros deben pagar al zemstvo y, por tanto, doblar aún más la espalda.
.
—No quiero discutir con usted —exclamó Lida, bajando el periódico—. Ya he escuchado antes esas razones. Sólo le diré una cosa: no puede uno quedarse con los brazos cruzados. Es verdad que no vamos a salvar a la humanidad entera y que quizás cometemos muchos errores, pero hacemos lo que podemos y tenemos razón. La tarea más elevada y sagrada de una persona cultivada es ayudar a sus semejantes, y nosotros tratamos de ayudarlos como podemos. A usted no le gusta, pero no se puede dar satisfacción a todo el mundo.
.
—Tienes razón, Lida, tienes razón —exclamó la madre.En presencia de Lida siempre se sentía intimidada y cuando conversaba con ella la miraba con inquietud, temiendo decir algo superfluo o inconveniente. Nunca la contradecía; al contrario, siempre estaba de acuerdo con ella: “Tienes razón, Lida, tienes razón”.
.
—La alfabetización de los campesinos, los libros con lamentables instrucciones y máximas y los centros médicos no pueden reducir la ignorancia ni la mortalidad, lo mismo que la luz de sus ventanas no basta para iluminar este enorme jardín —exclamé yo—. Ustedes no aportan nada; con su intromisión en la vida de esas personas sólo crean nuevas necesidades, nuevos motivos para el trabajo.
.
—¡Ah, Dios mío, pero algo hay que hacer! —dijo Lida con enfado; y en el tono de su voz se adivinaba que juzgaba mis reflexiones insignificantes y las despreciaba.
.
—Hay que liberar a las personas del pesado trabajo físico —exclamé yo—. Hay que aligerar su yugo, concederles un respiro para que no se pasen toda la vida junto a las estufas, junto a las artesas o en el campo, para que tengan también tiempo de pensar en su alma, en Dios, para que puedan desarrollar más ampliamente sus aptitudes espirituales. La más alta vocación del hombre es la actividad espiritual, la búsqueda constante de la verdad y el sentido de la vida. Consiga liberarlos del rudo y bestial trabajo, permítales sentir la libertad y entonces verá qué absurdos son en realidad esos libros y esos hospitales. Una vez que el hombre tiene conciencia de su verdadera vocación, sólo pueden satisfacerle la religión, la ciencia, el arte, y no esas naderías.
.
—¡Liberarles del trabajo! —se rió Lida—. ¿Acaso eso es posible?
.
—Sí. Asuman ustedes una parte de su trabajo. Si todos nosotros, habitantes de la ciudad y del campo, todos sin excepción, nos pusiéramos de acuerdo para repartir entre nosotros el trabajo que la humanidad realiza para la satisfacción de sus necesidades físicas, probablemente a cada uno de nosotros no nos corresponderían más de dos o tres horas al día. Imagínese que todos nosotros, ricos y pobres, trabajáramos sólo tres horas al día y dispusiéramos libremente del resto del tiempo. Imagínese también que, para depender menos de nuestro cuerpo y fatigarnos menos, inventamos máquinas que se ocupen del trabajo y tratamos de reducir el número de nuestras necesidades al mínimo. Imagínese que nos armamos de valor para no temerles al hambre y al frío, para no sufrir constantemente por la salud de nuestros hijos, como sufren Anna, Mavra y Pelagueia. Imagínese que no nos curamos, no mantenemos farmacias, ni fábricas de tabaco ni destilerías de alcohol: ¡cuánto tiempo libre nos quedaría entonces! Todos nosotros emplearíamos ese ocio en las ciencias y las artes. Así como a veces los campesinos se unen para arreglar un camino, de la misma manera todos nosotros, en paz, buscaríamos la verdad y el sentido de la vida, y esa verdad —estoy convencido de ello— se nos revelaría muy pronto; el hombre se libraría de ese constante, angustioso y opresivo miedo a la muerte e incluso de la misma muerte.
.
—Se contradice usted —exclamó Lida—. No deja de referirse a la ciencia, y sin embargo rechaza la alfabetización.
.
—Para qué vale la alfabetización cuando el hombre sólo tiene la posibilidad de leer los letreros de las tabernas y libros que no comprende; esa alfabetización existe entre nosotros desde los tiempos de Riurik; el gogoliano Petrushka hace ya tiempo que sabe leer, pero las aldeas siguen igual que en tiempos de Rurik. No es alfabetización lo que se necesita, sino una libertad que permita una amplia manifestación de las aptitudes espirituales. No se necesitan escuelas, sino universidades.
.
—Rechaza usted también la medicina.
.
—Sí. Sólo sería necesaria para estudiar las enfermedades como manifestaciones de la naturaleza, no para curarlas. No se trata de curar enfermedades, sino de prevenir sus causas. Elimine usted la causa principal —el trabajo físico— y desaparecerán las enfermedades. No reconozco una ciencia que cura —añadí con apasionamiento—. Las ciencias y las artes, cuando son verdaderas, no ambicionan fines temporales o parciales, sino otros eternos y universales: buscan la verdad y el sentido de la vida, buscan a Dios, el alma; cuando descienden a las necesidades y cuestiones diarias, a los dispensarios y las bibliotecas, lo único que hacen es complicar y entorpecer la vida. Entre nosotros hay muchos médicos, farmacéuticos, juristas, mucha gente sabe leer y escribir, pero carecemos de biólogos, matemáticos, filósofos, poetas. Toda la inteligencia, toda la energía espiritual se ha gastado en la satisfacción de necesidades temporales y pasajeras… Los sabios, los escritores y los artistas están abarrotados de trabajo; gracias a su talento, las comodidades de la vida aumentan día a día. Nuestras demandas físicas se multiplican, pero estamos aún lejos de la verdad, y el hombre, lo mismo que antes, sigue siendo el más cruel y ruin de los animales; todo contribuye a que los seres humanos, en su gran mayoría, degeneren y pierdan para siempre cualquier capacidad vital. En esas condiciones la vida del artista no tiene ningún sentido, pues cuanto más talento tiene, más extraña e incomprensible resulta su posición, ya que en realidad trabaja para entretener a un animal cruel y ruin, y contribuye a mantener el orden establecido. Yo no quiero trabajar y no trabajaré… Nada es necesario. ¡Que la tierra se hunda en el infierno!
.
—Misius, retírate —dijo Lida a su hermana, considerando, por lo visto, que mis palabras eran perjudiciales para una muchacha tan joven.
.
Zhenia miró con ojos tristes a su hermana y a su madre y salió de la habitación.
.
—La gente suele decir todas esas cosas cuando quiere justificar su indiferencia —exclamó Lida—. Rechazar los hospitales y las escuelas es más fácil que curar y enseñar.
.
—Tienes razón, Lida, tienes razón —convino su madre.
.
—Amenaza usted con dejar de trabajar —continuó Lida—. Es evidente que valora usted mucho su trabajo. Pero dejemos de discutir; no vamos a ponernos de acuerdo, ya que la más deficiente de todas las bibliotecas o dispensarios, de los que usted acaba de hablar con tanto desprecio, es más importante para mí que todos los paisajes del mundo—. En ese momento, dirigiéndose a su madre, añadió en un tono completamente distinto—: el príncipe está muy delgado y ha cambiado mucho desde que estuvo en nuestra casa. Lo envían a Vichy.
.
Hablaba con su madre del príncipe para no tener que dirigirse a mí. Su rostro ardía; para ocultar su agitación se inclinaba mucho sobre la mesa, como si fuera miope, y aparentaba leer el periódico. Mi presencia le desagradaba. Me despedí y salí de la casa.
.
IV
.
Todo era tranquilidad en el patio; la aldea del otro lado del estanque ya dormía. No se veía ni una luz; tan sólo en el estanque lucían los pálidos reflejos de las estrellas. Junto al portón con los leones, Zhenia, inmóvil, me esperaba para acompañarme.
.
—Todos duermen en la aldea —le dije, tratando de distinguir en la oscuridad su rostro; al fin vislumbré sus ojos tristes y oscuros, fijos en los míos—. El tabernero y el cuatrero duermen plácidamente, mientras nosotros, personas honradas, nos irritamos y discutimos.
.
Era una melancólica noche de agosto; melancólica porque olía ya a otoño. La luna estaba saliendo detrás de una nube púrpura e iluminaba levemente el camino y los oscuros campos otoñales que lo rodeaban. Caían estrellas fugaces. Zhenia iba a mi lado, tratando de no mirar el cielo para no ver la caída de las estrellas, que por algún motivo le asustaba.
.
—Yo creo que tiene usted razón —dijo, temblando a causa de la humedad de la noche—. Si las personas, conjuntamente, pudieran entregarse a las actividades espirituales, pronto lo sabrían todo.
.
—Claro que sí. Somos criaturas superiores; si fuéramos conscientes de toda la fuerza del genio humano y pensáramos sólo en los fines supremos, acabaríamos siendo como dioses. Pero eso no sucederá nunca: la humanidad degenerará y del genio no quedará ni huella.
.
Cuando ya no se veía el portón, Zhenia se detuvo y apresuradamente me apretó la mano.
.
—Buenas noches —exclamó temblando, encogiéndose de frío, pues sus hombros sólo estaban cubiertos por una blusa—. Venga mañana.
.
Me aterraba la idea de quedarme solo, irritado, descontento conmigo mismo y con los otros; también yo trataba de no mirar las estrellas fugaces.
.
—Quédese conmigo un minuto más —exclamé—. Se lo ruego.
.
Amaba a Zhenia. Ese amor acaso se debiera a que salía a recibirme y me acompañaba, a que me miraba con ternura y admiración. ¡Qué conmovedores y bellos eran su pálido rostro, sus finas manos, su debilidad, su ociosidad, sus libros! ¿Y la inteligencia? Tenía la sospecha de que poseía una inteligencia poco común; me admiraba la amplitud de sus opiniones, quizás porque razonaba de otro modo que la severa y hermosa Lida, que no me quería. A Zhenia le atraía mi condición de artista; había conquistado su corazón con mi talento y ahora sentía unos enormes deseos de pintar sólo para ella. Soñaba que era una pequeña reina que dominaría conmigo esos árboles, esos campos, la niebla, el amanecer, esa naturaleza maravillosa y encantada, en medio de la cual me había sentido hasta entonces desesperadamente solo y superfluo.
.
—Quédese un minuto más —le pedí—. Se lo suplico.
.
Me quité el abrigo y se lo puse sobre los hombros ateridos; ella, temiendo parecer ridícula y fea con un abrigo de hombre, se echó a reír y se lo quitó; en ese momento la abracé y empecé a cubrir de besos su rostro, sus hombros, sus manos.
.
—¡Hasta mañana! —susurró ella, y con mucho cuidado, como si temiera destruir la quietud de la noche, me abrazó—. No existen secretos entre nosotras; debo contárselo todo ahora mismo a mi madre y a mi hermana… ¡Qué miedo me da! No por mi madre, mi madre le quiere, ¡pero Lida! Volvió corriendo al portón. —¡Adiós! —gritó.
.
Luego, durante unos dos minutos, la oí correr. No me apetecía volver a mi alojamiento, pues nada tenía que hacer allí. Permanecí inmóvil unos instantes y después, en silencio, volví sobre mis pasos para mirar una vez más la casa en la que ella vivía, la encantadora, ingenua y vieja casa, que parecía mirarme con las ventanas del desván, semejantes a ojos, y comprenderlo todo. Pasé junto a la terraza, me senté en el banco junto a la pista de lawn-tennis, en la oscuridad, bajo el viejo olmo, y desde allí contemplé la mansión. En las ventanas del desván, donde vivía Misius, lució una brillante luz, que luego se volvió de un verde suave: habían cubierto la lámpara con una pantalla. Unas sombras se movieron… Me sentía lleno de ternura, de paz, de satisfacción; de satisfacción porque me había dejado llevar por mis sentimientos y me había enamorado, aunque al mismo tiempo me causaba inquietud el pensamiento de que en ese momento, a unos pocos pasos de mí, en una de las habitaciones de esa casa, se encontraba Lida, que no me quería, que probablemente me odiaba. Seguía sentado, esperando que saliera Zhenia, y al aguzar el oído me pareció oír voces en el desván.
.
Pasó cerca de una hora. La luz verde se apagó y las sombras dejaron de verse. La luna se elevaba ya sobre la casa y alumbraba el jardín dormido y los senderos; los macizos de dalias y de rosas que había delante de la casa, claramente visibles, parecían de un mismo color. Empezó a hacer mucho frío. Salí del jardín, recogí el abrigo del suelo y sin mayores premuras me encaminé a la casa.
.
Al día siguiente, cuando llegué a la mansión de las Volchanínov después de la comida, la puerta de cristal del jardín estaba abierta de par en par. Me senté en la terraza, esperando que de un momento a otro, desde detrás del parterre de la plazoleta o por una de las alamedas, apareciera Zhenia o me llegara su voz desde las habitaciones; al cabo de un rato pasé a la sala, al comedor. No había nadie. Del comedor me dirigí al recibidor, atravesando un largo pasillo; luego volví sobre mis pasos. En el pasillo había algunas puertas; tras una de ellas resonó la voz de Lida.
.
—A un cuervo en cierto lugar… Dios… —decía en voz alta y alargando las palabras, probablemente dictando—. Dios envió un pedazo de queso… a un cuervo… en cierto lugar… ¿Quién está ahí? —exclamó de pronto, al escuchar mis pasos.
.
—Soy yo.
.
—¡Ah! Perdone, ahora no puedo atenderle, estoy ocupada con Dasha.
.
—¿Yekaterina Pávlovna está en el jardín?
.
—No, se ha ido hoy con mi hermana a casa de mi tía, en la provincia de Penza. Y en invierno, probablemente, se marcharán al extranjero… —añadió, después de una pausa—. A un cuervo en cierto lugar… Di-os envió un pe-dazo de queso… ¿Lo has escrito?
.
Salí al vestíbulo y sin pensar en nada me quedé mirando el estanque y la aldea; hasta mí llegaban algunas palabras:
.
—Un pedazo de queso… A un cuervo en cierto lugar Dios envió un pedazo de queso…
.
Salí de la hacienda siguiendo el mismo camino que la primera vez, sólo que en sentido contrario: primero pasé del patio al jardín que rodeaba la casa; después a la alameda de tilos… Allí me alcanzó un muchacho que me entregó una nota: “Se lo he contado todo a mi hermana, y ella exige que me separe de usted —leí—. No sería capaz de entristecerla con mi desobediencia. Que Dios le conceda felicidad, perdóneme. ¡Si supiera con qué amargura lloramos mi madre y yo!”
.
Luego la sombría alameda de abetos, la cerca desmoronada… En ese mismo campo en el que antaño florecía el centeno y piaban las perdices, pastaban ahora las vacas y los caballos trabados. Más allá, en las colinas, destacaba el intenso verdor de la sementera de otoño. Un humor sobrio y prosaico se apoderó de mí; me dio vergüenza todo cuanto había dicho en casa de las Volchanínov. Volví a sentir el tedio de la vida. Al llegar a casa, hice las maletas y por la noche me marché a San Petersburgo.
.
No he vuelto a ver a las Volchanínov. Hace poco, yendo a Crimea, me encontré en el tren con Belokúrov. Lo mismo que antes, iba vestido con un abrigo largo y una camisa bordada. Cuando le pregunté por su salud, me contestó: “Bien, gracias a sus oraciones”. Nos pusimos a charlar. Había vendido su hacienda y comprado otra más pequeña, que había puesto a nombre de Liubov Ivánovna. Me contó algunas cosas de las Volchanínov. Lida, según sus palabras, seguía viviendo en Shelkovka, y enseñaba a los niños en la escuela; poco a poco, había conseguido reunir en torno suyo un grupo de gentes afines que, tras constituir un partido fuerte, había “desalojado” en las últimas elecciones del zemstvo a Balaguin, aquel que hasta entonces había tenido todo el distrito en su poder. De Zhenia sólo me dijo que no vivía en la casa y que no sabía dónde se encontraba.
.
Empiezo ya a olvidarme de la casa con desván; sólo alguna que otra vez, cuando pinto o leo, de repente, sin causa ninguna, me acuerdo de la luz verde en la ventana, del rumor de mis pasos en el campo por la noche, cuando regresaba a casa lleno de amor y a causa del frío me frotaba las manos. Y en muy raros momentos, cuando me atormenta la soledad y me agobia la tristeza, algunos vagos recuerdos me visitan; entonces, por alguna razón, empieza a parecerme que también ella se acuerda de mí y me espera, y que algún día nos encontraremos…Misius, ¿dónde estás?
.
.
Traducción de Víctor Gallego Ballestero para Alba editorial.
(Esta misma traducción se utiliza en Lida y Misius.)