jueves, 11 de junio de 2009

Fragmentos de La estepa, de Antón Chéjov

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A través de las tinieblas se ve todo, pero cuesta distinguir el color y los contornos de los objetos. Las cosas aparecen distintas a como son realmente. Prosiguen el viaje y de pronto se ve adelante, a la vera del camino, una silueta parecida a la de un monje. No se mueve, parece esperar a alguien y tiene algo en las manos. ¿Será un bandido? La figura se acerca, crece, pasa junto al carromato y entonces se descubre que no es un hombre, sino un solitario arbusto o una piedra grande. Similares figuras inmóviles, expectantes, se yerguen en las colinas, se esconden detrás de los túmulos, se asoman desde los herbazales y todas se parecen a hombres y despiertan sospechas.

Viajas una, dos horas... Encuentras por el camino un túmulo, un anciano callado o un ídolo de piedra puesto allí quién sabe por quién, ni cuándo. Un pájaro nocturno vuela en silencio, a ras del suelo y poco a poco vienen a la mente las leyendas esteparias, los relatos de quienes encontramos por el camino, los cuentos de la nodriza oriunda de la estepa, y todo aquello que sólo tú supiste ver y lo que pudo captar tu alma. Y entonces, en el alboroto de los insectos, en las figuras sospechosas y en los túmulos, en el cielo celeste y en la luz de la luna, en el vuelo del pájaro nocturno, en todo lo que ves y escuchas, comienzas a percibir el triunfo de la belleza, la juventud, el florecimiento de las fuerzas vitales y la apasionada sed de la vida; el alma contesta al llamado de la severa y hermosa patria, y uno quiere volar sobre la estepa junto con el pájaro nocturno. Y en ese triunfo de la belleza, en el exceso de la felicidad, sientes la tensión y la angustia, como si la estepa supiera que está sola, que su riqueza y su inspiración se pierden inútilmente para el mundo, sin que nadie la celebre, sin importar a nadie, y así escuchas entre sus rumores jubilosos el llamado angustioso, desesperado: ¡el poeta!, ¡que llegue el poeta!

Cuando, durante mucho tiempo, sin apartar la vista, te quedas mirando el cielo profundo, no se sabe porqué los pensamientos y el alma confluyen en una sola percepción de la soledad. Comienzas a sentirte irremediablemente solo y todo lo que antes considerabas cercano y entrañable, se transforma en algo lejano e inestimable. Cuando te quedas a solas, observas las estrellas que nos miran desde el cielo hace miles de años, indiferentes a la breve vida del hombre, y tratas de descifrar su sentido, entonces sientes que agobian tu alma con su silencio. En ese momento sobreviene a la mente la idea de aquella soledad que nos espera a cada uno de nosotros en la tumba, y el sentido de la vida se nos presenta como algo desesperado, horrible...
Egorúshka pensó en la abuela que ahora dormía en el cementerio, debajo de los cerezos; la recordó en el ataúd, con las monedas de cobre sobre los ojos, cómo la cubrieron con la tapa y la bajaron a la tumba; recordó también el ruido sordo de los terrones que caían sobre la tapa... imaginó a la abuela en el angosto y oscuro ataúd, abandonada por todos y desamparada. Creía entrever que la abuela se despertaba de pronto y, sin entender dónde estaba, empezaba a dar golpes en la tapa, a pedir auxilio hasta que, finalmente, agotada de horror, se moría otra vez. Imaginó ver muertos a su mamá, al padre Cristóforo, a la condesa Dranitskaia, a Salomón. Pero lo que no podía lograr, aunque quisiera, era imaginarse a sí mismo en la tumba oscura, lejos de casa, abandonado, impotente y muerto. No podía concebir la posibilidad personal de morir y sentía que jamás moriría...

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